miércoles, 14 de mayo de 2014

NO HAY QUE MATAR A LOS POLÍTICOS





BASTA CON PRESCINDIR DE TODOS ELLOS

El trágico acontecimiento acaecido recientemente en mi Ciudad natal de León, casi me obliga a formular algunas tímidas y muy respetuosas reflexiones. La principal de ellas es la de que no creo sea necesario decir que León no es una Ciudad asesina. ¡Pobre León…! Sería más bien una Ciudad asesinada. Y encima, para una vez que aparece en la TV estatal, es para proclamar a todos los vientos que allí se mata cruelmente a las personas. Lejos de cualquier instinto criminal, que puedo asegurar no poseo, ni mis paisanos leoneses menos aún, hay que decir, simplemente, que el hecho de que se trata constituye, no sólo un quebrantamiento de la ley positiva humana, en su dimensión penal, y por ello ha de ser castigado con la pena que al tipo penal correspondiente proceda. También constituye una infracción grave de la ley natural y, por descontado de la Ley eterna. El ius puniendi del Estado, el derecho de éste a castigar a los asesinos, se queda muy corto, sea cualquiera la penalidad que pudiese serles impuesta y, mucho más, en estos tiempos en los que la Constitución Española vigente, declara el derecho a la reinserción del delincuente, aun tratándose de asesinos a sangre fría, y el aligeramiento del periodo de cautividad de los mismos. Sobre todo, se quebranta de un modo esencial, a mi modesto juicio, la suprema ley del amor cristiano, que dispone dispensar éste no tan sólo a los que recíprocamente también nos aman  -¿qué mérito podría haber en esto, ni que cosa sería más lógica?-   sino también a los que nos odian y nos persiguen. Sobre esto, no es necesaria una palabra más.

Pero, se está matizando, con todo lujo de detalles, y sobre todo con especial interés, por los periodistas y comentaristas radiofónicos, la suma conveniencia de considerar que “el crimen de León”  (qué vergüenza, Dios mío, ahora ya no se hablará del “crimen de Cuenca”, porque el 21 de Agosto de 1910 queda ya muy lejos), no ha sido un crimen político, sino un crimen perpetrado contra una persona en el ejercicio de un cargo político. Dicen que no es lo mismo, que así es mucho menos grave, y que esto es muy importante. A mí no se me ocurre la razón o el por qué de la diferencia, ni de la importancia derivada de ella. La vida, es el bien ontológico sumo y, por tanto  -posiblemente después de la libertad, más que antes-  el bien jurídico preferentemente protegible a todos los demás bienes que el Derecho tutela. Pero, ¿también en esta materia han de tener especiales privilegios los políticos? ¿No basta con los sueldos, gratificaciones, comisiones, dietas, incentivos, aforamientos, honores, distinciones, pensiones vitalicias exorbitantemente desproporcionadas en relación a las de los demás ciudadanos? ¿No basta con el excesivo y estúpido culto a la personalidad, que se les dispensa? ¿No es suficiente con el honor de servir y prestar a sus conciudadanos los cuidados y atenciones que requieren el bienestar y felicidad temporal  -en lo posible, pero no en menos-  de todos y del todo, de la Ciudad terrenal? Mucho me temo que esta gente camina por otros senderos, mucho menos rectos, mucho más tortuosos y oscuros. Mucho más egoístas e insolidarios. Y, desde luego, nada cristianos.

Últimamente, cada día más, mi opinión acerca de los políticos y la valoración que, muy en general, me merecen los mismos, no puede ya ser más penosa y miserable. La inmensa mayoría de ellos, me causan casi siempre la impresión de que se trata de gentes de la más baja condición intelectual y de ínfima capacidad para hacer algo útil, por no entrar en otras consideraciones, objetiva y moralmente repugnantes. Los políticos, los sindicalistas, los periodistas especializados en difundir sus gestas y hazañas, como si, en la Sociedad, que es una esfera inconmensurablemente mayor que eso que se llama “el Estado”, no existiesen otras muchas cosas dignas de atención. Todos estos tipos de gentes, confluyen en un punto tal, que en el mismo parecen coincidir también sus intereses menos sublimes y románticos, sino los más comestibles y bastardos, mucho más propios del estómago que del corazón, y sin duda también del cerebro, del buen gusto, la exqusitez, la cortesía y el ceremonial necesario a la raza humana. Han convertido, de un modo espurio, el esencial y genuino fundamento de que es preciso “organizar la convivencia política” y el bienestar general, en un mero y torpe pretexto para vivir de ello de un modo espléndido, sin más esfuerzos que el resto de la población. Entre todos, han inventado una profesión estable y duradera, para siempre jamás. Han generado casi “otra raza”, de una especie mutante, dentro de las que ellos mismos se dividen y subdividen en diferentes e indecorosas castas, familias, corrientes y sub-corrientes. Aparentemente se desprestigian e insultan entre sí, pero bajo cuerda se protegen mutua y recíprocamente, y cuidan con riguroso esmero de que el negocio común no llegue a su fin. De que la profesión de político no se extinga y así la gallina de los huevos de oro, siga poniéndolos frescos y abundantes cada mañana. Y últimamente, por desgracia, cada día me invade más la sensación de que toda esta casta o “raza”  -la llamada clase política-  ha hecho cautiva a la sociedad española y la ha sometido a otra dictadura, mucho más injusta e inmoral aún que las que así de hecho se manifiestan, sin tratar de engañar a nadie. De modo tristemente paradójico, ésta que sufrimos se impone materialmente también, dentro de la formalidad y del principio de legalidad, consubstancial al orden jurídico. De la formalidad constitucional, parlamentaria y demás zarandajas, que tan sólo son realidades de verdad dogmática, y hasta si se quiere de pura razón, pero que no lo son en absoluto de verdad práctica. Me gustaría mucho poder estar equivocado, pero esta es mi pura verdad, la que yo creo que honestamente percibo y tanto lamento percibir.

Todas las Dictaduras políticas, militares o no, son moralmente ilegítimas, reprobables y por ello perversas y odiosas. Lo son, porque al arrancar de raíz la libertad, convierten automática e implacablemente a las personas en cosas. Las cosifican y llenan sus almas de terror. Por eso, ninguna de ellas puede ser defendible. Pero “esto” que ahora en España padecemos, no es soportable, ni tampoco es digno. Esta es la cuestión. ¡La dramática cuestión! Sin embargo, la Historia, que no es tanto lo que pasa, o lo que pasó, sino esencialmente lo que viene, es imperfecta, pero cada vez, andado el tiempo, lo ha sido menos. Es una imperfección que se perfecciona a sí misma, que se va perfeccionando o haciendo cada vez menos imperfecta. Y así hasta la Meta-Historia, en la que ha de brillar la Perfección absoluta y eterna. Yo anhelo con toda mi alma, aunque no pueda llegar a verlo  -nadie de esta generación lo verá-  que algún día, aquí sobre la tierra, la especie humana, el homo sapiens-sapiens, no querrá ya más políticos, ni podrá permitir que ésta sea una “profesión”. Precisamente porque la Historia se perfecciona a sí misma, estoy convencido de que algún día se descubrirá alguna formula en virtud de la cual los políticos, llamados ahora “representantes del pueblo”, cuando únicamente se representan a sí mismos, serán elegidos entre las personas a las que siempre se desprecia porque “no son políticos”. Estoy convencido de que algún día, como los jurisconsultos que describía Ulpiano en la etapa post-clásica de Roma, los “políticos” serán sacerdotes, que lógicamente vivirán del altar, pero ni engañarán a nadie ni, sobre todo, tropezarán con sus propias alforjas al dirigirse a su pesebre. Sin embargo, entre tanto, no es necesario ni moral matarlos. Es suficiente con no participar en la comedia que se traen entre manos. Tal vez, haya que volver al Diluvio, para ver de nuevo la paloma con una rama de olivo en el pico.

Luis Madrigal





En las fotografías de arriba, de mi propia elaboración,
 Pasarelas sobre el Río Bernesga, en alguna de las cuales posiblemente
se perpetró el crimen