LA CONCIENCIA
Luis
MADRIGAL
Estoy
seguro de que parecerá, al menos anacrónico, a estas tristes alturas, cuando
casi la sociedad en pleno ha decidido adoptar el posibilismo materialista;
cuando la infracción abierta de cualquier valor del pasado es habitual y por
todas partes, se habla reiterada y casi constantemente, de “la corrupción”, que
alcanza hasta las más altas esferas, casi tanto o más que se habla de “la
crisis” -lo que posiblemente constituyen
un único fenómeno, en relación de causa a efecto- puede parecer verdaderamente angelical, o más
bien simplemente estúpido, hablar de la conciencia. Y sin embargo, considero
que no hay más remedio que hacerlo, porque además también es necesario
distinguir entre conceptos.
En
efecto, la expresión “conciencia”, admite dos significados, o dos sentidos
distintos. En el orden psicológico,
es el conocimiento reflejo de nosotros mismos, de nuestro propio “yo” y, en consecuencia, de nuestros
propios actos. En este sentido, la sede de los actos humanos, voluntarios y
libres, es la conciencia y, al mismo tiempo la norma subjetiva universal.
Quiero pensar que, tan sólo con esto, es decir con este tipo de norma -porque efectivamente la conciencia puede
actuar, y generalmente actúa, como norma subjetiva- sería suficiente para que el ser humano, sin
necesidad de la norma objetiva, de la ley, se atuviese, por decirlo de una
manera sencilla, a todo aquello que “está bien”, que “es bueno”, y no
reprobable, dentro de un cierto relativismo, desde luego. Porque, ¿qué es lo que
está bien, qué es lo bueno?
Por
ello, para determinarlo, o más bien para descifrarlo, es preciso apelar al otro
sentido o significado de la palabra “conciencia”. A lo que es y significa la
conciencia en el orden moral, o ético. Es decir, al juicio personal, por
parte de nosotros mismos, relativo a la bondad o maldad de nuestros propios actos.
Esto, ciertamente, es muy teórico, pero no sólo es teórico, porque posee
también un hondo contenido y proyección prácticos para la buena salud, para el
orden de la sociedad civil. No para “el
orden público”, entendido como algo que hay que mantener a todo trance, a
cuyo fin se dispone un señor uniformado, un funcionario público, dotado de una
defensa y un arma reglamentaria, y a veces a numerosos y verdaderos energúmenos -desde luego, no más que aquellos otros cuyo
vandalismo tratan de reprimir- estratégicamente dispuestos, pertrechados y
protegidos hasta las cejas, los “agentes
antidisturbios”, que son los que repelen con la violencia de la fuerza los
pronunciamientos colectivos, cuando lo seres humanos dicen ejercitar esa
potencia, venida directamente del cielo, que llamamos la libertad, confundiendo
su auténtica naturaleza y propiedad esencial. Porque, desde luego, la libertad
es el supremo bien del hombre -tal vez
superior a la misma vida- pero no es
tampoco un campo sin límites, en el que se pueda dar rienda suelta a los meros
instintos, sin la razón o causa adecuada que lo justifique. Y ni aún así. El
verdadero orden, sea social, público o privado, no es otra cosa sino la recta
disposición de todas las cosas a sus propios fines naturales. El ejemplo, no
podría ser más significativo: No es propio del orden, por ejemplo, tratar de
barrer con una pluma estilográfica, ni escribir con una escoba. Eso, sería
desorden.
Hoy en
día, por desgracia, parece ineludible acudir a la imposición por la fuerza del
llamado “orden público”, pese a que, a veces, demasiadas, traten de reprimirse
expresiones, manifestaciones o aspiraciones de los individuos, convertidos en
colectividad alterada, que pueden ser objetivamente justas. Nos hallamos,
entonces, en presencia de otro concepto, sin duda en términos axiológicos
preferente al de orden, que es el de justicia. Porque la justicia, no es una
necesidad, sino una virtud, consistente en “dar
a cada uno lo suyo”, por hablar de la mera justicia conmutativa, y aún
mucho más, si se considera por un solo instante, la justicia distributiva, y
más aún lo que se ha llamado “justicia
social”. Pero no hace mucho, una persona a la que, según mis noticias, se
cita más en España, entre los estudiantes de Bachillerato, que a Aristóteles,
el Profesor español, creo que toledano, don José Antonio Marina, en un artículo
periodístico, publicado en el diario “El
Mundo”, de Madrid, decía más o menos literalmente que algún día habrá que
explicar a los jóvenes que existe la Ética –no sólo la Bioquímica o la Física
cuántica, añado yo por mi parte- y en qué
consiste; será necesario también, antes que los conocimientos elementales de
ingeniería genética, de electrónica y demás ciencias o técnicas, inculcar a
fuego en la conciencia moral, no tanto como en la conciencia psicológica, los
valores éticos, para que pueda cobrar desarrollo la norma subjetiva impresa en
toda conciencia, o en la de la inmensa mayoría de los individuos, aunque no en
todos (también existen los seres humanos amorales, y no ya inmorales), y para que, de esta
manera, la sociedad pueda ahorrarse, en una gran medida, los Códigos penales,
los Cuerpos de Policía, los mismos Tribunales de Justicia y los agentes
antidisturbios. Una conciencia, cuyos dos elementos esenciales son, si se trata
de la conciencia antecedente, previa
al acto que se va a realizar, la capacidad de discernimiento y el juicio
práctico de la razón y, si de conciencia consiguiente
se trata, tras haber obrado de forma que a nosotros mismos nos parece
reprobable, el remordimiento y la auto-culpabilidad. Porque únicamente esto es
lo que puede llevar al verdadero arrepentimiento; a la firme voluntad de
establecer para siempre un distanciamiento total entre la conducta propia, que
a nosotros mismos nos hiere, y el ideal de la norma objetiva, de la ley, cuando
ésta también verdaderamente persigue la virtud de la justicia. Y, aunque así no
fuera -porque hay muchas leyes positivas
que son injustas- por lo menos, a
mantenernos dentro de una actitud equilibrada y serena, porque tampoco es justo
tratar de obtener o implantar la justicia por la violencia o la fuerza.
Nada
sería tan importante como esto, o al menos lo sería mucho más que la discusión
acerca de si la conciencia es un producto sensitivo
o un producto social. Más aún que
distinguir -en lo que atañe a la
conciencia psicológica- entre el Ello (el Es o Id); el Yo (Ich o Ego), y el Super-Yo (Uber-Ich o Superego), que
según los que entienden de esto un poco, ha resultado ser, tras Freud, que fue
su ilustre inventor, de un simplismo inadmisible. Aunque no tan peligroso como
la teoría marxista de la conciencia como superestructura económica, lo que ya
podemos trágicamente saber a qué conduce, a la sangrienta destrucción de la verdadera
libertad y de la verdadera conciencia. Sí, en cambio, mucho más valioso que la
consideración y exaltación de la idea de la conciencia como superestructura de
la Raza, porque también podemos saber a donde nos lleva el racismo, aun el
moderado y, desde luego, serviría de una vez para desterrar esa lacra del
nihilismo, como última y definitiva etapa y forma, en la carrera de destrucción
del valor de la conciencia.
Tampoco
es posible olvidar la avasalladora presencia, cada día más y más, de lo que el investigador
de Historia Contemporánea y jurista, Alfredo Velasco Núñez, ha visto con
sagacidad, en un profundo estudio titulado “Los
Fantasmas de la conciencia”. El influjo
-sin duda maléfico, en mi opinión, de lo que él ha llamado la infoesfera. “En la actualidad -dice- el sujeto posmoderno, vive en un mundo de
imágenes conformado por las pantallas de la infoesfera (Cine, Televisión,
Internet) cuyo poder de espectacularización y de apariencia de realidad actúan
como fantasmas de su conciencia. Estos fantasmas de la conciencia aterrorizan
al sujeto posmoderno con el miedo a la muerte y la carencia sexual, como
sustitutos del sentido de la vida, y otros imaginarios fuertemente manipulados
por los emisores de lo que ve, mediante las particularidades de cada tipo de
pantalla. El mundo tal como se ve por las imágenes irreales tiene unos efectos
sobre el sujeto posmoderno que afectan su experiencia e identidad transformando
su conducta por otras que lo alienan y lo ponen en grave estado de manipulación”.
Este Aerópago mediático, el de
la infoesfera, es el nuevo poder
espiritual y es totalmente solidario -está
adherido a él- con un también nuevo
poder temporal, que es el del dinero. Pero, mediante un análisis crítico de las
imágenes, el individuo puede preservar y salvaguardar su libertad de conciencia,
aún dentro de un ambiente falso, “fantasmal”, descristianizado,
desestructurado, informal, laicizado, sin perspectiva de emancipación política
colectiva, pero donde es necesario creer en algo para olvidar las graves preocupaciones
que conlleva la vida. En Occidente, esta
creencia colectiva, minimalista, pero que tiene valor de dogma consensual, se
ha estabilizado en torno a los Derechos
Humanos, la Democracia y lo Humanitario. Nada de religión. Esa
trilogía, constituye la única religión actual. Pero
ninguna Civilización es viable sin una espiritualidad común, sin el
mantenimiento y desarrollo de un mismo espíritu, mirando hacia lo eterno, tanto
en las elites dirigentes como, sobre todo, en los pueblos que alimenten con
fervor la sublime vocación de ser verdaderamente libres.