NO OFENDE NI QUIEN PUEDE
(En torno al sufrimiento gratuito de la
“reactividad”)
Siempre se ha
dicho, y ello no es del todo cierto si no se añade algo más y muy esencial, que
“no ofende el que quiere, sino el que
puede”. Yo estoy persuadido en cambio de que ni tan siquiera el que puede
ofenderme, llegará a hacerlo si yo no quiero. Porque dicen los psicólogos que en
la mente de los seres humanos reside un mecanismo que denominan "reactividad" y que produce mucho
dolor añadido al sufrimiento causado por la crueldad o torpeza de los otros. Por
la de todos aquellos que no son “yo”.
Y ciertamente, si a la amargura que cualquier ofensa puede producir en el ánimo
humano, se añade una especie de tóxico para aderezarla, el sufrimiento puede
hacerse incesante. Una cosa es la respuesta pronta y contundente
a la impertinencia ajena, y otra seguir deleitándose -por no decir “engolfándose”- sucesiva y reiteradamente en el efecto, “en
el olor y sabor” de la ofensa que se ha pretendido infligir.
Sidarta Gautama, llamado Buda,
cuando alguien le
insultaba, acostumbraba a decir que nunca recibía el insulto. Esto es tanto
como decir que no lo aceptaba, que no lo hacía suyo, incorporándolo a sus
vísceras ni menos aún a su mente. No se sentía agraviado porque, en el acto, eliminaba,
como en una catarsis, cualquier re-sentimiento y sobre todo el rencor o el afán
de venganza. Dicen que la mente reactiva, no sabe ni puede digerir ni evacuar
las ofensas sino que las incrementa al no poder olvidarlas, llevando con ello
el ánimo a un sufrimiento suplementariamente inútil y más doloroso. Así lo
entiende uno de los principios del Yoga, que de modo similar a la afirmación
teresiana de ser la imaginación “la loca
de la casa”, sostiene que “la mente
es la fábrica de mayor sufrimiento”, porque no termina nunca -y cada vez más o mayor- de olvidar aquello que le produce agravio o
dolor. A eso llaman los psicólogos “reactividad”
y no reacción. Y así uno se deja incluso herir por minucias y se siente
ofendido por todo. De esa manera se está siempre al alcance de los demás, se es
más vulnerable o pueden sucederse las situaciones hostiles y las sensaciones
desagradables.
Pero existe
una fórmula verdaderamente magistral de cortar radicalmente con tal corrosivo y
en el fondo estúpido efecto. Y sencillamente es esta: Arrojar todo tipo de
pretendidas ofensas fuera de mí en el mismo instante de recibirlas, como algo
que no proviene de mí, sino que otro me arroja, fruto de su intemperancia, de
su inequidad, de su ira o también a veces de su propia incapacidad o
ineptitud -y por ello de su envidia- para arrojarlo fuera de mí. De esta manera siempre evito que se
perpetúe y haga perenne en virtud de mi propio pensamiento, para que, de tal modo, no se convierta en un veneno segregado por mí mismo. Por este
motivo, merced a este mecanismo, si uno se ha entrenado lo suficientemente
para tener una mente más serena y ecuánime, más sana y lúcida, no puede generarse
reactividad alguna, que es como añadir leña al fuego, sino que pronto se libera
de lo hiriente en vez de arrastrarlo, aumentando el dolor.
En relación con todo ello, y con el modelo humano anteriormente
propuesto, hay que aclarar que Sidarta Gautama, no es "Buda", sino el buda, el iluminado que olvida el
despertar, y que según parece tanto escudriñó, en el fondo más hondo de la
mente humana, para alcanzar la auténtica sabiduría. Él lo explica a la
perfección en su parábola del dardo.
Toda persona recibe, alguna vez, un impacto doloroso, mayor o menor, procedente
del exterior. La que no está entrenada, se duele, hasta amargarse y sentirse
ofendida, con lo cual no sólamente recibe el impacto que le causa el dolor,
sino que a sí mismo se autoinflinge otro, que lo mantiene e incrementa. En
cambio, el hombre entrenado en la meditación y entregado a ella, el que ha
llegado a alcanzar mediante ella el sosiego y la ecuanimidad, tan sólo recibe un
solo dardo, y no se lamenta lo más mínimo ni añade más sufrimiento al
sufrimiento. Claro que, para llegar a esto, para alcanzar el estado de
iluminación, el bodhi, o supremo
conocimiento -el del bodhisattva, el ser que se halla en el camino de la budeidad- quizá sea necesario ser hindú,
tibetano, o al menos tener la piel algo más amarilla y los ojos rasgados.
Pese a ello, en términos menos orientales, o incluso
dentro del riguroso pragmatismo británico (y bien es sabido que, para tal
estilo de vida, “dios es blanco y europeo y la providencia
británica”), resulta también especialmente aleccionador al respecto el
célebre verso, del poema de Ruyard Kipling -aunque quizá por haber
nacido en Bombay- tantas veces citado y sin duda tan pocas
entendido y asimilado: "Si nadie
que te hiera, llega a hacerte la herida". Porque, efectivamente, cualquier estúpido,
sin la menor estatura intelectual, ni moral, puede tratar de enviarnos cualquier ofensa,
tan babosa o más que la de un homosexual despreciado en sus pretendidas
habilidades “estéticas”, el agravio o el insulto más torpe y hasta obsceno. Pero
ante una actitud de verdadera
sabiduría -que no consiste en saber
muchas cosas sino una sola, la de saber vivir- la herida queda restañada antes
de que llegue a producirse, y su huella por tanto es mil veces menor que la
onda que expande una pequeña piedra al caer sobre el agua.
Luis Madrigal