He tenido ocasión de leer en algún sitio, por cierto muy querido para mí, que las rosas -supongo que sólo algunas- piden clemencia por las culpas ajenas y, tal vez por ello, prefieren ser molidas en un mortero de sal que despertar una nueva mañana escindidas entre el arrepentimiento y el perdón. Naturalmente es una metáfora, una bella metáfora, porque las rosas no pueden experimentar ni arrepentimiento ni perdón, sentimientos éstos privativos de los seres humanos. Al menos que de momento se sepa. Personalmente, yo me alegraría mucho de saber que las rosas, esas flores tan bellas, pueden albergar sentimientos. Pero, por el momento, a mí me parece que la expresión de referencia, necesariamente, ha de referirse a las personas, a los seres humanos. Y esto es lo que me ha hecho meditar por un momento, porque, dentro de la infinidad de matices que pueden concurrir en uno y otro de estos dos conceptos, el arrepentimiento y el perdón, en función del punto de vista desde el que puedan analizarse, lo substancial, según me parece, es que, en principio resultan antagónicamente contradictorios, o como mínimo opuestos. Desde luego, considerando uno y otro desde el punto de vista de las culpas ajenas, ninguno de ellos pueden hallar cabida en la conciencia propia, porque nadie puede ni arrepentirse ni pedir perdón por las culpas de otro, de las que es absoluta y radicalmente inocente, por muy próximo y hasta íntimo pueda resultar, respecto a ese otro, ya sea en la amistad, en el amor o hasta en el propio e íntimo parentesco. Solo cada cual es responsable de sus propios actos, nunca de los actos de los demás, por muy cercanos se encuentren, ya sea floreciendo en el propio rosal, ya víctima de las espinas que siempre tratan de guardar y proteger a las rosas, y que por ello siempre pueden causar alguna gota de sangre al acercarse a ellas. Pero, como me parece, en principio arrepentirse y perdonar -de lo que son respectivamente acciones el perdón y el arrepentimiento- si no contradictorias, sí parecen cuestiones muy distintas y, por ello, seguramente resulta muy coherente experimentar un sentimiento intermedio entre el arrepentimiento y el perdón. Sin embargo, en primer término, el arrepentimiento, siempre es un acto exclusivamente personal y unilateral. Sólo "yo" puedo arrepentirme, porque ello consiste en sentir pesar por haber hecho o no haber hecho algo, que tan sólo y únicamente a mí me concierne y que únicamente yo pude o no pude hacer o haber hecho, sin que en ello puedan intervenir de modo alguno los demás. Y en este mismo sentido, también lo es el perdón en su aspecto activo y unilateral, es decir la petición de clemencia, o de indulgencia, por mi parte al otro, a aquél a quién he ofendido. Yo sólo puedo arrepentirme y yo sólo puedo pedir perdón. Nadie puede ni arrepentirse ni pedir perdón por mí. Pero el perdón difiere del arrepentimiento, en albergar dentro de sí, no sólo una dimensión activa y unilateral, sino también pasiva y bilateral, la de perdonar a otro por la ofensa recibida, o por algún tipo de deuda u oblligación pendiente, para que alguien que "no es yo" pueda obtener la gracia de ser perdonado. Por ello, me parece que despertar cada mañana, como las rosas, escindido entre el arrepentimiento y el perdón, debe ser una angustioso estado de conciencia, del que tan sólo puede liberarnos el despejar la duda, existencial y esencial, de si acaso hemos de arrepentirnos de algo, hecho o no hecho, que no debimos o debimos hacer, y en tal caso si hemos de perdonar o más bien de pedir perdón para poder ser perdonados. Personalmente, yo siempre me despierto pidiendo perdón. No soy ninguna rosa. Por cierto, ¿tendrán corazón las rosas? Quizá lo tenían, o lo han tenido alguna vez y lo han perdido... Luis Madrigal.-
jueves, 22 de octubre de 2009
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