Lo había dicho mil veces:
- Dios, no existe…
Lo decía en aquel Café, en el que el humo de los cigarrillos ocultaba a la vista casi todo lo que se hubiese podido ver, de no proliferar aquellas densas volutas, casi similares a las de una locomotora de vapor.
- ¡Dios, no existe...!
Lo había dicho más de una vez, golpeando al mismo tiempo violentamente, con el puño cerrado, sobre la vieja mesa de mármol, en la que tantas partidas de dominó se habían jugado. Dios, no existe -repetía más calmadamente y con una sonrisa en los labios- cuando, alguna vez, había ido a esperar a su ya anciana madre, a la misma puerta del templo en el que ella solía ir a Misa:
- Pero, madre, ¿no te has fijado en que la más joven de todos esos carcamales que acaban de salir, eras tú…? ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que Dios, no existe…? Y con los avances y conquistas de la Ciencia, a los que decís que sí, os quedan a lo sumo cincuenta años para poder seguir diciéndolo.
Un cierto día, al subir en unas escaleras mecánicas de una Estación del Metro, descomunalmente empinadas y de muy largo trecho de recorrido, uno de los tramos, de los escalones articulados que se embuten en el anterior, y éste en el siguiente, se encasquilló, produciendo un estruendoso y al mismo tiempo agudo chirrido. El movimiento de aquel artefacto electromecánico, se detuvo bruscamente, haciéndole volar, de espaldas, en dirección contraria a la marcha de la escalera, para estrellarse después con violencia, unos metros más atrás, e irse golpeando sucesivamente con todas las partes de su cuerpo contra aquellas duras y punzantes aristas metálicas. Cuando lo recogieron al pie de la escalera, telefonearon inmediatamente a una ambulancia de urgencia, que a golpe de sirena lo condujo a un hospital.
Y pasaron días, con sus noches. Cuando despertó, vio frente a sí a un nutrido grupo de personas, mujeres y hombres, todos ellos vestidos rigurosamente de blanco, y todos también con una expresión de perplejidad y expectación marcada en sus rostros:
- ¿Dónde estoy…?, balbuceó haciendo un esfuerzo y con gran dificultad, porque apenas podía mover los labios.
El que le pareció llevaba la voz cantante, de entre aquel numeroso grupo que le observaba, se adelantó a los demás, aproximándose a la cama articulada en la que él se encontraba rodeado de tubos, vías y sondas e, inclinándose sobre la cabecera, le dijo con la mayor suavidad y dulzura:
- Estás en un Hospital, Alberto… Te caíste por unas escaleras del Metro, hace ya más de dos meses… Has permanecido en estado de coma casi todo ese tiempo… Ni siquiera -añadió volviéndose hacia el resto del grupo- aún podemos saber cómo has podido sobrevivir… Pero, no te preocupes lo más mínimo, porque lo que sí sabemos es que, gracias a Dios, ya te encuentras fuera de todo peligro…
¡Gracias… a Dios! Alberto, recordó entonces aquellas diabólicas escaleras y también que llevaba un paquete voluminoso en una mano, mientras el paraguas, porque era un día de lluvia, colgaba del brazo del lado opuesto. Volvió a vivir por un instante los terribles momentos en los que caía por las escaleras, chocando y rebotando contra ellas como si fuese una pelota… Se acordó también de su buena madre, que soportaba con resignación, y con el cariño propio de una madre, sus conclusiones acerca de la existencia de Dios, y que, cuando niño, le había enseñado el “Ave María”. Además, ella siempre le había insistido en que debía tener mucho cuidado con las escaleras, porque éstas eran muy peligrosas…
Una lágrima, se le escapó de los ojos a Alberto… Se sumió después dentro de sí mismo en una honda reflexión, y, sin apenas advertirlo, comenzaron a moverse con soltura sus labios… Estaba rezando.
Luis Madrigal
A mi buena amiga, Isabel Martínez Barquero,
al celebrar con alegría -no todo van a ser tristezas- la concesión del
premio literario otorgado recientemente a uno de sus relatos cortos, y a quién me he esforzado en imitar, sin conseguirlo, desde luego, por lo que no aspiro a ningún premio. Me basta con su amistad.
La misma mención honorífica quiero dedicar por mi parte, a mis también buenas amigas Ángeles Hernández Encinas, y a su “Jefa”, como ella misma dice, la novelista Mercedes Pinto, de quiénes también recibo notable influencia. Con el ruego, a todas ellas, de que sepan disculparme.