YA ES ADVIENTO
¡VEN, SEÑOR,
NO TARDES…!
Ya
pronto, desde mañana mismo, día 2 de Diciembre, en todo el orbe de la Iglesia
Católica, vamos a entrar en el Adviento. Con el Primer Domingo de Adviento, se
inicia un nuevo año litúrgico. La expresión adviento -ad ventus- significa
venida, llegada y, por consiguiente, también espera,
porque toda llegada implica necesariamente una espera. Se espera al que viene,
al que llega. Y el que ahora viene, y al que algunos esperamos -desde el
Domingo más próximo al 30 de Noviembre y hasta el 24 de Diciembre- es a aquel
mismo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, que quiso hacerse Hombre para
solucionar de esta única manera el dilema humano, el porvenir del hombre. El
Adviento, dura 4 semanas, y pueden observarse durante ellas, en su liturgia,
dos partes bien marcadas: La primera de ellas, desde este Primer Domingo hasta
el día 16 de Diciembre, tiene un acentuado carácter escatológico, previendo y
contemplando la venida del Señor al final de los tiempos, la Parusía. La
Segunda venida, porque Cristo Jesús ya vino al mundo, pero volverá a la tierra,
pese a que, quiénes decimos creer en Él, pongamos especial cuidado en echarlo
fuera de nosotros mismos. Pero, Él es infinitamente misericordioso y vuelve a
nuestro lado, una y otra vez. La segunda parte del Adviento, que se extiende
desde el 17 de Diciembre al 24 de Diciembre, la víspera de la Natividad del
Señor -la Noche Buena- se considera, o incluso se le llama, la "Semana
Santa" de la Navidad, y su fin es el de preparar más expresiva y alegremente
la venida de Jesucristo a la Historia, su inmersión Humana en el tiempo. Esto
es para creerlo, desde luego, pero, si se cree -y tan sólo es posible en virtud de la gracia de Dios- es el acontecimiento más
radicalmente absoluto y, al mismo tiempo, la Esperanza más radical y
concluyente. Es, en síntesis, el porvenir del hombre, de todo hombre que viene
a este mundo. Pero un porvenir dichoso y feliz, pese a cuantas calamidades y
tristezas diariamente nos acechan y nos hacen sufrir, especialmente la muerte.
Por
ello, a partir de hoy y durante cada una de las semanas siguientes, rendimos
honor y culto a la "Corona de Adviento", pese a tener este
símbolo su origen -como tantas otras costumbres cristianas- en una tradición
pagana europea, consistente en prender velas durante el Invierno, para que el
fuego del dios sol -ya ausente en esta época del año- regresara con su luz y
calor, durante esta fría estación. Los primeros misioneros, aprovecharon esta
tradición popular para evangelizar a las gentes. Pero, la Corona no es el único
símbolo, sino que, en sí misma, concurren otros muchos: La forma circular,
simboliza que el amor de Dios no tiene principio ni fin, como Él mismo. Las
ramas verdes, representan al color de la esperanza y de la vida. La cuatro
velas, quieren hacer pensar en la oscuridad provocada por el hombre, que nos
ciega y aleja de la Verdad, mientras que las tinieblas se disipan con el
encendido de cada vela -una cada uno de los cuatro Domingos- del mismo modo que
se fueron iluminando los siglos y el universo, con la cada vez más cercana
llegada de Cristo a nuestro mundo. El lazo rojo, por último, simboliza, tanto
nuestro amor a Dios como el amor de Dios que nos envuelve.
En
este momento, Señor, cuando el mundo entero padece tantos males corporales y
materiales, el hambre, la enfermedad, la atrocidad de las guerras -tan sólo
causadas por la voracidad de los humanos- y el crimen... Otros muchos aún
peores, los espirituales. Cuando los hombres, casi en masa, parecen haberse
olvidado de Ti, ven no obstante de nuevo. Ven, Salvador del Mundo, porque tan
sólo tu llegada puede corregir todos mis pasados errores; los que yo mismo he
cometido, por mi soberbia o por mi vanidad, y que han podido ser en otros la
causa de su ceguera o extravío; todo mi egoísmo, todas mis flaquezas y falta de
fortaleza, todas mis pasiones más oscuras y mi falta del verdadero amor. ¡Ven,
ven, Señor... no tardes! Te espero, te esperamos, porque sólo Tú puedes traer
el consuelo a nuestra aflicción y al dolor de nuestro espíritu. Sólo Tú puedes
ser el bálsamo, la dulzura, la comprensión, la presencia -íntima y amorosa- y
la compañía, para quiénes se ven obligados a soportar la aspereza, la amargura,
la intolerancia, la ausencia o la soledad. Te espero, Señor, en mí y, si por
desgracia así fuera, especialmente en quiénes siendo tan próximos estén quizá
tan alejados. O, tal vez, por extraña paradoja, en quién, aun en la lejanía más
distante, vive cada día dentro de mí. ¡Ven, Señor, no tardes... te esperamos! ¡Ven
pronto, Señor!
Luis Madrigal