DIOS CON NOSOTROS
Muchas personas, con sentido religioso de la vida, o con una mera instrucción al respecto, saben que Emmanuel, es también el nombre de Jesús, no tanto del que “acaba de nacer” en Belén, hace unos días, sino del que nació hace ya 2011 años, porque, lo que cada año celebramos por estas fechas, es tan sólo el cumpleaños -en la medición convencional que los hombres han dado al tiempo- del Acontecimiento más racionalmente incomprensible a la mente humana, el de la irrupción de Dios en la Historia. A ese Dios, el profeta Isaías, alguien que nació, a su vez, unos 750 años antes, le llamó Emmanuel, cuando escribió: “Pues bien, el Señor mismo va daros una señal: Mirad, una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel” (Is., 7, 14). Isaías llama así, Emmanuel, al que liberaría a Judá del peligro que suponía la amenaza de los reyes de Siria e Israel y buscaba el consentimiento del rey Ahaz para que permitiera a Dios guiarle en su gobierno. No se sabía exactamente cuándo nacería el niño, que según Isaías representaba la protección de Dios, o Jehová, pero las investigaciones han revelado que Isaías se refería al Mesías, al Cristo que también era llamado el Emmanuel. Sin embargo, a ese mismo Niño, el evangelista Mateo, aunque en principio le llama de la misma manera, e incluso traduce el significado de esta manera de llamarle: “Vez que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa:´Dios con nosotros´”, (Mt. 1,23) tan sólo dos versículos después, parece contradecirse, al escribir: “Y no la conocía hasta que ella dio a luz a un hijo, y le puso por nombre Jesús”. ¿En qué quedamos, pues? Ese Niño, ¿se llama Emmanuel o se llama Jesús?
Los lectores de la Biblia que posiblemente poseemos una fe “atea” y, sobre todo los ateos que leen la Biblia para afirmar con mayor rigor su ateismo, podemos ver en ello una total contradicción, que contribuya a entibiecer más nuestra escasa fe o a corroborar y robustecer la total falta de ella. Y sin embargo, no hay contradicción alguna, porque el nombre que anuncia Isaías (Emmanuel) es el nombre profético de Cristo, en realidad más que un nombre es una función o cualidad divina, mientras que Jesús, es el propio nombre personal del que viene a encarnar y cumplir esa función. No, no puede haber ninguna contradicción, porque si Emmanuel, significa “Dios con nosotros”, Jesús no quiere decir otra cosa, sino “Yahvéh es la salvación”. Es decir si Dios, ha bajado para estar con nosotros, es porque Él -tan sólo y únicamente- es nuestra salvación, el que puede librarnos de todos los males de la existencia, temprano o tarde, de todos los riesgos y peligros que nos acechan. Y por eso, dice San Jerónimo, que “Emmanuel y Jesús son nombres que significan lo mismo, no al oído, sino al sentido”.
No hay que albergar la menor duda por tal motivo. Sin embargo, en lo que sí es urgente penetrar es en las consecuencias, en los efectos de que Dios se haya abajado, se halla hecho uno de nosotros, tomando nuestra misma naturaleza, para poder estar con nosotros y entre nosotros. Esto es lo esencialmente vital y lo que, en consecuencia, ha de movernos con energía a encontrar la exacta definición de Dios, tal vez fuera de los tratados de Apologética, de la Summa Theológica tomista o de cuantas otras dimensiones o entidades se ofrecen a los humanos de esa substancia, causa radical de todas las causas, principio sin principio; el ens realissimum, que mucho antes que Kant -hay un “hombre divino” que llevamos dentro, con el que nos comparamos y a la luz del cual nos juzgamos- buscaban ya los filósofos pre-socráticos. De ese “Logos” que era en el principio, para un griego de Patmos, en el siglo I de nuestra era y, que, tal vez, desafortunadamente, San Jerónimo tradujo en la Vulgata por “Palabra”. Desafortunada traducción sin duda, porque el “Logos” era y es mucho más que la “Palabra”, con ser esta la maravilla que nos hace penetrar unos en otros. El “Logos” era la explicación coherente de todas las cosas, tanto de las materiales como inmateriales, de la física y de la meta-física. De todo cuanto ha sido creado, y muy especialmente del misterio del hombre.
Por este motivo, cada vez estoy yo más convencido de que difícilmente puede definirse mejor a Dios, que casi con las mismas palabras que el dramaturgo español Alfonso Sastre -un comunista y en consecuencia un ateo, aunque tampoco necesariamente- pone en los labios de uno de sus personajes, el central de la pieza, el protagonista, el Profesor Jacobo Parthon, en su tragedia “La Sangre de Dios”, drama dedicado a Sören Kierkegaard, al inspirarse en su “Temor y temblor”. Cuando otro de los personajes, Luis Opuls, su antiguo alumno de la Universidad, le pregunta si acaso Dios no es un “algo distinto, lo absolutamente otro; algo extraño y desconocido…, inmóvil, imperturbable, inmutable… Algo que no cambia ni se estremece; algo sereno y quieto, invisible, ajeno a todo el torrente del dolor humano, ese torrente que lleva fango y sangre, que arrastra cadáveres de niños, y en el que se oyen los gritos de los alcohólicos… Algo inmóvil, ajeno, desconocido… ¿No es así Dios?... Algo que no habla, que no responde. ¿Escucha las oraciones de los creyentes?”… Cuando se producen tales preguntas, Parthon replica con firmeza: “No. No es eso Dios. Sí habla… Hay que saber escucharle… Claro que oye… Llora con nosotros. Sufre y vacila por las calles con el último alcohólico, y su cadáver es arrastrado entre los cadáveres de los niños… No, no es el otro, no es extraño y desconocido…”
¡Que hermosa definición de Dios…! Porque, en efecto, si Él está “con nosotros”, es uno más de los nuestros. Y, desde luego es para todos, pero quiero pensar y creer que mucho más, preferentemente, para los más pequeños, los más pobres, los más desvalidos y solos de la tierra. Los que sufren y se arrastran entre la miseria, la angustia o la enfermedad. “Dios con nosotros” no pude significar otra cosa sino que todo, absolutamente todo lo humano, es al mismo tiempo divino y, en consecuencia, nada de cuanto afecta al hombre puede resultar ajeno a Dios. No sólo eso. Él no es objeto de utilidad, porque nada necesita de sus criaturas. Cuando crea, lo hace tan sólo por su propia gloria y por amor. Consagrarse a Dios, no puede ser por tanto, solamente, prestarle el culto de latría que como Creador merece, sino hasta, lejos del incienso de los altares, de la intimidad de las clausuras o de la presencia ante los sagrarios, consagrase al hombre que sufre y padece sobre la tierra. Para que, en medio de la tribulación y el dolor, no llegue nunca a perder la esperanza. Luis Madrigal.-
En la imagen de arriba fragmento de la Summa Theologiae