EL ÁRBOL DEL EREMITA
El Diccionario de la Real Academia Española describe el término "símbolo", como "elemento u objeto material -cualquiera fuere, hay que entender- que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición, etc." En este sentido propone, a continuación dos ejemplos, sumamente citados al respecto: El de la bandera, representativo de la patria y el de la paloma, que es el símbolo de la paz. Evidentemente, los ejemplos no son limitativos sino meramente enumerativos y hasta enunciativos. Sin embargo, habría que considerar si, hoy en día, los símbolos propuestos son los más indicados. La patria, toma como referencia un paño bordado, serigrafiado, estampado o estarcido en un tejido (en francés, a la bandera se la llama "drapeau", siendo la raíz "dra-p", paño, por lo que en castellano podría significar simple y literalmente sólo eso, un "trapo"). La paz, pretende asemejarse a un animal que, últimamente, apesta nuestras ciudades, pudiendo ser causa de infecciones o endemias. Por eso se les ha llamado, también últimamente, a las palomas, "las ratas del aire".
Parece, pues, que los dos instrumentos materiales propuestos por la Academia para simbolizar los dos magnos y sublimes sentimientos ya indicados, no resultan demasiado apropiados al respecto. Pero, al margen de todo objeto material -las cosas- también las ideas o los sentimientos pueden ser simbolizados, creo yo, a su vez, mediante otras ideas, o incluso abstracciones que puedan establecer una cierta relación de semejanza o similitud. Indudablemente las abstracciones, seguirían, en sí mismas, el mismo interminable camino difusor, un camino hacia lo incomprensible; o causarían el efecto de que lo representado y el símbolo representante, serían el mismo o lo mismo, conduciendo en el orden lógico a verdaderas tautologías, Y eso, no puede ser.
Por ello, tratándose de las cosas corporales del mundo exterior, incluidos los animales y, sobre todo las plantas, o las flores, es preciso tener sumo cuidado en proponer los instrumentos "simbolizantes" propiamente representativos de lo simbolizado. Así, por ejemplo, si tomamos los árboles como punto de referencia, resulta muy adecuado considerar al sauce como símbolo de la tristeza, pero sería inadecuado tomar por tal sentimiento al roble o la encina, que parecen mucho más adecuados para simbolizar la fortaleza.
Dentro de este mismo mundo arbóreo, y desde hace siglos, nuestra querida Extremadura, la patria chica de los Conquistadores de América, en unión de tantas otras virtudes y excelencias, es solar propio de un árbol señero y altamente simbólico, el azufaifo. Extremadura, es pródiga en este árbol, fuerte, pero al mismo tiempo tan delicado; verde, pese a no precisar casi el riego; dulce, porque sus frutos asemejan su sabor al de la manzana de esta propiedad; aislado y solitario, capaz de crecer sin fundir sus raíces con los de su misma especie ni con los de ninguna otra; melodioso, puesto que su madera es especialmente apropiada para la fabricación de instrumentos musicales de viento, la tenora, la dulzaina y la chirimía. Duro, pero al mismo tiempo suave e impermeable, para rechazar por deslizamiento el salobre agua del mar... Como que se talaron centenares de individuos para que nuestro Felipe II -gran Rey, sin duda, pero con graves errores- construyese la Armada Invencible, que fue vencida por la malvada Isabel I de la pérfida Albión. También es verdad que, como por fin han reconocido los modernos historiadores británicos, con la importante cooperación de una -para ellos- oportuna infernal galerna. El caso es que la noble y sufrida Extremadura, además de sus hijos, perdió infinidad de individuos adultos de esta especie arbórea, el azufaifo. Ese el el árbol al que no consiguieron derrotar los ingleses, pese a sí haberlo hecho con aquella "invencible" flota, mandada por un imbécil incompetente. Fue lo único que se salvó de aquel desastre: Tan noble árbol, del que fueron hechos los barcos. Tanto, tanto que su madera puede considerarse inmortal y sagrada, puesto que de ella- se ha llegado a decir- fue hecha la corona de espinas que ciñó las sienes de Cristo.
Hoy aún persiste, pese a la barbarie y el egoísmo de los hombres. No sólo en Extremadura, sino en la misma Cataluña, donde se ha desatado una polémica pública en torno a si debe o no ser derribado un azufaifo de más de doscientos años. Probablemente se trate de que, por allí, hasta los árboles deben presentar señales de catalanidad reiterada y tal vez pueda ser considerado un árbol "charnego".
Pero si, hasta en Cataluña -como los niños de Orense, Jaén, Zamora o Mairena del Alcor, que allí nacen y viven- el azufaifo resiste, sin duda es por haberse apartado a la soledad. Como los hombres que se retiran a ella, los que viven en ella y de ella, que pueden también ser "talados" para otro tipo de empresas, todas ellas propias del espíritu y la grandeza de alma, lejos del consumismo, la economía, la política espuria y canallesca, la moda, la publicidad engañosa y perdularia, los futbolistas, los cantantes y los presentadores de TV. Sobre todo de las mujerzuelas que en ella vociferan, entre otras execrables especies populares, hijas de esta hora tan estúpida y amarga. Por cierto, el símbolo de la estupidez podría ser perfectamente esa peste de la Televisión. Al menos, de la TV en España.
Mas, también por todo cuanto resulta radicalmente contrario, este noble árbol, puede ser tomado como símbolo de la soledad; de la soledad mística, dedicada a comprender y abarcar, con el simple pensamiento ensimismado y profundo, los inconmensurables e indescriptibles paisajes del alma humana, mucho más ricos y misteriosos que los que pueden contemplarse en el mundo exterior, incluidas no sólo las enigmáticas y arrebatadoras puestas de sol, los tupidos y emarañados bosques, o las nevadas cumpres de las cordilleras, sino todo cuanto en el cosmos, en constante y permanente expansión, se pierde más allá de las últimas nebulosas de las galaxias. Y por ello, el azufaifo, es el símbolo de los eremitas, los ermitaños, los anacoretas y de todo hombre, viva donde viva -incluído el corazón de la grandes urbes llenas de ruido y escándalo- que quiera leer por dentro, saber de sí mismo, enfrentarse al misterio de su esencia y por ende de su existencia.
En definitiva, más que un árbol, el verdadero símbolo del eremitismo es el propio eremita, porque cada hombre ha de ser siempre su propio símbolo, la representación vital y profunda de aquello que quiere ser. Y hablando de hombres, no puedo olvidar, al paso, precisamente, a mi buen amigo y maestro Don Antonio Escudero Ríos, que, de un modo similar al de Espronceda, que nació en Almendralejo (aunque no tenga aún Antonio tanta fama), nació en Quintana de la Serena, también en nuestra gloriosa Extremadura, al fin y al cabo en la misma Provincia de Badajoz, la Civitas Pacis o Pax Julia, el Conventus Pacensis que, en los tiempos de Augusto, formaba parte junto al Emeritensis y al Scallabitanus de la romana provincia de Lusitania. Eso sí, Bajadoz fue reconquistada por Alfonso IX de León y, desde el día 19 de Marzo de 1230 formó y forma parte del viejo Reino, padre de Castilla y de España, cuya Tebaida, la "Tebaida leonesa", está apretadamente repleta, con constancia y ahínco, de cenobios, ermitas, monasterios medievales, santuarios, capillas y cuevas, a lo largo del Valle de Peñalba de Santiago, el Valle del Silencio, donde corre ligero el Río Oza, entre los pliegues de las poderosas cumbres nevadas de los Montes Aquilanos y donde los anacoretas de media europa se concentraron desde el siglo VII hasta los X y XI, para cultivar, dentro de sí, el más riguroso y prístino saber visigodo-isidoriano.
Luis Madrigal