Suele definirse al hombre, quiero decir al ser humano -y así se propone en la cabecera de este humilde Blog- como "substancia individual de naturaleza racional". Esta definición, se admite como común, ya se trate de la versión de uno u otro sexo, sin contar los sexos o géneros híbridos, cuyos públicos y repugnantes festivales, últimamente, tanto alegran a las gentes. Pero, con independencia de signo, aparente o manifiestamente beligerante de hibridación, a la definición indicada bien podría añadirse, muy en general que, además, tal especie es "inrínsecamente egoista, miserable y canalla..." Conste que no estoy hablando de ningún hombre en particular -y tampoco de ninguna mujer, ni hasta de ningún ser "híbrido"- sino, en todo caso, del hombre que esto escribe, al que creo conocer muy bien y por eso tanto me espanto de él. Nadie puede juzgar a nadie, ni a nada, sin ser juzgado, pero todos podemos juzgarnos a nosotros mismos. Y, ¡qué poca cosa es eso a lo que, casi constantemente, llamamos "yo..."! Si es algo, además de egoísmo y ambición -soberbia, pereza, gula, avaricia, lujuria, ira y evidia- es esencialmente nada, en sí mismo. Como, escribió para epitafio propio, aunque dicen que tal vez en un acto de refinada soberbia, el Cardenal Portocarrero (que fue Arzobispo de Toledo, Virrey de Sicilia y Secretario de Estado de Carlos II), "poluis, cinis et nihil". Me decía esta misma mañana, un joven y buen amigo de hace ya años, al que he visto crecer, que en el campo de la isla de Mallorca, donde él trabaja, en un vivero de plantas, le despierta casi todos los días el son de esquilas de las ovejas que cruzan el campo. ¡Claro...! Así cualquiera puede vivir en paz y sosiego, me pareció a mí. Lo difícil es entrar en contacto con esa "substancia" por aquí abajo, en el Metro de Madrid, por ejemplo, o en cualquier otro lugar donde tenga que disputarse algo, generalmente la carnaza que se arroja a las fieras en los circos. En ese ámbito hostil, el hombre, o la mujer, se hacen miserables y canallas, porque a una gran parte de los más de seis mil millones, o no sé exactamente cúantos, que hoy poblamos el Planeta, nos falta justamente lo contrario de lo que, para propios, extraños y sobre todo para uno mismo, constituye y representa la ausencia, respectivamente, de humildad, diligencia, templanza, generosidad, castidad, paciencia y caridad. De esto último, sobre todo, porque el amor haría siempre imposible cualquier otra cosa que no fuese el bien de los demás. El bien verdadero, naturalmente, que no es sólo la ausencia del mal -eso no es el bien- sino un concepto positivo en sí mismo, que nunca resta nada, sino que lo suma todo y vive en la alegría de ver alegres y felices a los otros, a los que no son "yo". Y ha dicho muy recientemente el Papa de Roma, el Santo Padre, que incluso al mal, a todo mal, tan sólo puede vencérsele con amor. Quizá algún día, yo también pueda conseguirlo, y en ello me esfuerzo. Luis Madrigal.-
Arriba, las imágenes de Adán y Eva, pintadas por alguien que se llamaba Albrecht Dürer y al que, por la perniciosa costumbre de traducir los nombres de las personas, que es casi como cambiar su propia naturaleza, se ha llamado Alberto Durero.
Arriba, las imágenes de Adán y Eva, pintadas por alguien que se llamaba Albrecht Dürer y al que, por la perniciosa costumbre de traducir los nombres de las personas, que es casi como cambiar su propia naturaleza, se ha llamado Alberto Durero.