KAGUYAHIME
Tan sólo
eso. Algo más, aunque muy poco: “La
Princesa de la Luna. Danza”. El mensaje, o más bien el rótulo sobreimpresionado
en la pantalla, me llegó hace unos días a través de “Imagenio”, la plataforma de Movistar TV, que puede sintonizar hasta
seiscientos veintinueve canales temáticos, el último de los cuales, el 629, Unitel Classica, está dedicado
permanente e íntegramente a la música sinfónica, la ópera y el ballet, entre otros géneros
musicales clásicos. Generalmente emite grabaciones, tomadas en directo, de los
conciertos celebrados en los Teatros y Auditorios más importantes del mundo, en
especial de Europa. El Royal Opera Haus (Covent Garden), la Opera de París, El
Konzerthaus de Berlín o de Dortmund, el Concertgebouw de Amsterdam, o de los
Festivales asimismo más importantes, como los de Salzburgo o Dresde, el de
Otoño de Praga o el wagneriano de Bayreuth. También de los directores de orquesta,
vivos o ya difuntos, más celebrados en las últimas décadas, Herbert von
Barajan, Bernard Haitink, Lorin Maazel, Leonard Bernstein, Rafael Kubelik, Arnold
Harnoncourt o Claudio Abbado, Carlo Maria Giulini o Ricardo Muti, sin
menosprecio de Eliot Gardiner o Neville Marriner, de Kart Masur o Zubin Mehta, no digamos de nuestro Daniel Baremboim (en la cuarta parte que a los españoles nos toca) y todos los demás grandes, al frente a su vez de
las más grandes Orquestas sinfónicas. Ciertamente, no sólo es un gran placer,
sino un auténtico refugio contra la vulgaridad y una vacuna contra la peste de
la TV convencional, muy en general, y en
particular contra esa repulsiva ignominia que se llama Telecinco y sus
personajes de cloaca.
En Unitel Classica, casi siempre se ofrecen
al televidente los datos más significativos de la obra que se va a presentar,
incluso mientras aquélla se está reproduciendo. También el género, título,
escenario, acontecimiento, director, hasta el número de catálogo de la pieza
musical que se interpreta. Pero, en esta ocasión, únicamente lo ya dicho, tan
restrictivamente parco: “Kaguyahime. La Princesa de la Luna. Danza”.
Mi
inquietud me llevó, posteriormente, por pura curiosidad a indagar qué podía ser
tal cosa. Y pude descubir entonces que Kaguya
Hime no Monogatari, es una película basada en el cuento popular japonés “El cortador de bambú” y que, en el ya recientemente
transcurrido año 2013, tal historia fue llevada al cine, por el escritor y
director cinematográfico Isao Takahata. El argumento, es el del castigo que
sufre una Princesa japonesa que nació de un bambú nuevo, cuyo cortador la acoge
en su hogar junto a su esposa, en el que es educada como una hija. He visto muy
pocas películas en toda mi vida y últimamente casi ninguna. Hubiese resultado
por ello un milagro que yo pudiese conocer tal historia a través del Cine y
menos aún de la literatura japonesa que desconozco por completo. Lo que me
impresionó, por no decir conmovió, -que sin duda resultaría excesivo- fue lo
que vi en la pantalla. Aquello no era un ballet,
sino algo mucho más que eso, sin despreciar por ello la interpretación del Lago de los cisnes o El Cascanueces. Sin embargo era otra
cosa. Aquella sucesión, en décimas de segundo, de movimientos frenéticos,
eléctricos, electrizados y electrizantes, o por el contrario alternativa y
mesuradamente lentos, para llevar el cuerpo humano, masculino y femenino, a las
formas, posiciones y posturas, aéreas o a ras de suelo, más flexibles y
dúctiles, dentro de las composiciones más armoniosas y armónicas, era una
mezcla de acrobacia circense, atletismo y gimnasia, en la modalidad de
ejercicios en el suelo, dignos de los atletas que ganan la medalla de oro, en
tal especialidad, en los Juegos Olímpicos. Por el contrario, aunque pueda
resultar sorprendente, lo que no me pareció en sí mismo nada armonioso (dentro
del concepto tradicional que yo poseo de armonía, aun sin conseguir entenderlo demasiado
bien) era la música, a mis oídos nada melodiosa, sino verdaderamente
estridente, o meramente ruidosa, que -tal
vez- más que acompañamiento musical al
movimiento físico, de misteriosa belleza, por parte de aquellos atléticos
bailarines, era la pauta a la que obedecían los mismos, pero que, en la
apreciación conjunta de mis sentidos corporales, de la vista y el oído, podría
ser suprimida, enmudecer, dejando el cuadro reducido al movimiento de quienes
supuestamente la seguían o
interpretaban. ¿Será posible
-pensé- que pueda existir una
disociación -casi una dislocación- de belleza entre la música y el movimiento que
todo baile ha de contener, o en el que ha de consistir? Yo, tampoco se bailar,
ni he podido saber nunca, lo cual me excluye radicalmente para poder emitir
ninguna opinión. Doctores, sin duda, podrán existir en los foros del arte,
capaces de explicármelo, pero dudo mucho acerca de que yo fuese capaz de comprender
sus doctas explicaciones.
En
cualquier caso, me impresionó lo visto. Por las razones ya indicadas, mi supina
ignorancia me impide saber si, tal vez, lo que vi, forma parte de la citada
película, aunque sospecho que no, que se trataba de una producción
independiente de ésta, pero recomendaría este espectáculo, que me pareció
sublime. Aunque, para un “paleto” como yo, que no sale casi nunca de su cueva,
cualquier cosa podría sorprenderme. De todos modos, retengo suavemente en mi
retina aquellas bellísimas imágenes, en las que el movimiento se hace música y
canción, pero, a falta de poder ofrecerlas aquí, y olvidando por completo
aquella horrible música, quiero ofrecer una reparación a mis oídos con una de
las obras del arte musical romántico más sublime de todos los tiempos: El
Concierto para piano nº 1, Opus 11, de Frédéric Chopin. Al piano, el jovencísimo prodigio ruso Yevgueni Kisin. Dirige un hindú, Zubin
Mehta.