lunes, 9 de septiembre de 2019

UN INTOLERABLE FENÓMENO

LA SOCIEDAD NO CORROMPE, PERO SÍ ENFERMA

El Tabaco puede matar

 La Agencia Tributaria,
mata mucho más que el tabaco


Fue Jean Jacques Rousseau, en su conocida tesis sobre la bondad natural del hombre, quien afirmó que todo ser humano nace puro, inmaculado, y que es la sociedad, la historia, y no la naturaleza, quien le corrompe y hace mezquino y miserable.

Frente a esta tesis, sin contradecirla por ello, se alza una antítesis de corte vital-racionalista, en el pensamiento orteguiano propiamente dicho: La sociedad, sin embargo, contiene únicamente, entre todos los demás factores que rodean al hombre, el repertorio de soluciones eficazmente capaz de resolver la inmensa cantidad de problemas y de satisfacer la maraña de necesidades en que la vida humana consiste.

Así, pues, la sociedad hace malo al hombre, pero, al mismo tiempo, lamentablemente, es la única solución para la “fabricación” del quehacer en que esencialmente consiste la vida. La sociedad, corrompe al hombre, pero sin sociedad éste no puede programar ni realizar su quehacer. El dilema resulta trágico. Esto es, o ser bueno sin sociedad, y por tanto sin una vida propiamente humana -sino más o menos genuinamente animal, cuando no vegetal, o vegetativa, siendo siempre un “primer hombre”, como lo es el tigre- o bien alcanzar las supremas cotas del intelecto, la educación, la sanidad, la ciencia, la cultura y el arte, pero sumergiéndose al mismo tiempo en el hedor de la maldad y la corrupción intelectual y moral.

Siguiendo con Ortega, todo tigre es siempre un “primer tigre”. El hombre no es nunca, en cambio, un “primer hombre”, sino  -por ejemplo-  Thomas Alva Edison, que pensaba, al poder mirar tan lejos, tan solo ello era posible porque caminaba “sobre los hombros de un gigante”. Ese gran gigante es la sociedad, organizada y capaz de organizar la suma de descubrimientos, conocimientos y técnicas aplicadas por los hombres y generaciones que le habían precedido.

Pero Rousseau, aquel prerromántico suizo francófono, que enfrentó a su Emilio con Sofía, como quizá él mismo hubo de hacerlo con Thérèse Levasseur, no supo o no acertó a explicar ni fundamentar suficientemente su tesis. La antítesis, sin embargo, parece objetiva y palpablemente confirmada de un modo tajante y demoledor, salvo el romanticismo, más bien falso, creo yo,  -con la única excepción de los eremitas de la Tebaida-  o de esas personas que, según los reportajes de TV,  dicen encontrar, en la mortificante soledad y carencias de todo tipo en esos idílicos “paraísos”, entre aisladas montañas o aguas azul turquesa de islas perdidas en el océano de la nada, la felicidad más prístina y absoluta. Falso, creo yo. Robinson Crusoe no es una realidad, sino un mero producto de literatura, fruto de la imaginación de un londinense, Daniel Defoe, que además de ser filósofo y escritor no pudo evitar que ya por entonces padeciese la sociedad el mal de que también hubiese periodistas. Y por ello, ha sido necesario construir muy diversas síntesis, dentro del esquema hegeliano. Una de ellas, desde luego la más gloriosa, en el ámbito de la propia Filosofía, ha sido la que, en toda su extensión, representa y propone la Ética, cuyo objeto de conocimiento, sin más, es el Bien, siendo preciso considerar asimismo, dentro de aquélla, los conceptos iusnaturalistas, de orden, fin, justicia y otros muchos más, encomendados finalmente a la imperatividad, por no decir coercibilidad, de una herramienta tan sutil, pero también tan tosca en su pragmática aplicación, como el Derecho positivo, sobre todo si ha de serlo a cargo de mentes inferiores, cual dramática y mayoritariamente sucede en nuestros días.

Así es que, además de las revistas del corazón, escritas en papel couché a todo color o bien emitidas por la Radio y la TV, y además del fútbol y los periodistas deportivos, una de las más perversas maquinaciones, en el campo de cuanto se inventa para martirizar al ser humano, es sin duda la creación e implantación, en España, de la Agencia Tributaria y muy en particular el último de sus torturadores inventos: la “Sede Electrónica”, que impone por Ley  -injusta, sin la menor duda-  a los ciudadanos  (también a los que jamás han defraudado nada, ni han tenido jamás la mera intención de hacerlo) la obligación de comunicarse a través de semejante artilugio, con, a su vez, el siempre tan discutible ente administrativo: la Hacienda pública. Si ya tal tipo de entidad, y cuanto rodea a su organización y a la del contenido de las normas jurídicas que aplica, desde los viejos “pecheros” medievales, no se halla precisa y justamente concebido y ordenado al bien común, lo de ahora clama al mismo cielo. Y no se debe incurrir tampoco en el viejo fantasma socialista de que “paguen más los que más tienen”. No se trata de eso.  Ni mucho menos de cuestionar en lo más mínimo la necesidad y el deber de contribuir al levantamiento de las cargas sociales. Si se observa cualquier manual, sin necesidad de ningún tratado, acerca de tal institución jurídica, se convencerá el lector de la estricta e irremplazable necesidad de su existencia. Yo, estudié en su día a Luigi Einaudi, un piamontés gobernador del Banco de Italia, desde 1945 hasta 1948, y segundo presidente de la República italiana, desde 1948 hasta 1955. También tuve oportunidad de conocer en profundidad las teorías del erario y del Fisco, basada esta última en el apotegma o aforismo británico “The King can not be wrong”. El Rey no puede equivocarse.

Pero no se trata ahora de tan altas doctrinas y concepciones. Se trata simplemente de que la llamada Sede Electrónica de la Agencia Tributaria, no funciona con la precisión  de una perfecta máquina de relojería, sino de una forma inestable e insegura, en unión de la información objetivamente falsa y contradictoria que facilitan algunos funcionarios en las llamadas Administraciones Territoriales de tal diabólica Agencia, en orden a su uso y necesidad legal de utilización. No son los Reinos ni las Repúblicas, como diría  Alexis de Tocqueville. Es el todopoderosos conglomerado infalible del Estado  -cualquiera sea su forma política-  quien con su poder soberano, su famosa, pero falsa, división de este último en funciones y, sobre todo, de los “funcionarios” y muy en especial de esa gentecilla de rapazacos y rapazacas que forman parte de las listas electorales, más o menos analfabetos, que pulsan después en el Congreso de los Diputados el timbre, de uno u otro color, tamaño o posición, el que impone  -de manera más o menos similar a la de los terroristas-  el establecimiento de estos métodos de tortura, más o menos similares también al de los potros medievales, que después los esbirros de Hacienda, Inspectores, técnicos TAC y escribientes de tercera, utilizan con extraordinaria diligencia, para “apretar las tuercas” o mover los mecanismos correspondientes, hasta que los más honestos ciudadanos echen espuma por la boca,  sientan desmembrarse sus músculos y finalmente se arruinen por obra y gracia de que Hacienda  -la Agencia Tributaria-  posee el don, es decir el poder, de introducir su  larga e incontenible mano en la cuenta corriente de los ciudadanos más honestos y al propio tiempo de los más económicamente humildes. Los trabajadores, los pensionistas y hasta últimamente se dice también que los mendigos que suplican unas monedas en la calle. Piensa Hacienda que también ellos tienen que tributar y contribuir, para lo cual, sin duda, en fecha más o menos próxima, el Congreso de los Diputados promulgará, de prisa y corriendo, en vacaciones de verano y con nocturnidad, alguna ley para someterlos a la cadena de sus instrumentos de amenaza y tortura.

Claro que, para afrontar el enorme gasto que debe suponer el mantenimiento y alimentación en establecimientos penitenciarios, o Centros de no sé cómo los llaman, donde se recluye a los delincuentes que, en millares atraviesan libremente las fronteras; satisfacer las idénticas necesidades, aparte las médicas, farmacéuticas  y quirúrgicas de cuantos otros se propongan llegar libremente a España, y  tantos generosos esfuerzos en favor de los pobres ciudadanos extranjeros (no sólo “papeles” para todos, sino subvenciones, subsidios, ayudas y otras zarandajas). Y, sobre todo, los fastuosos sueldos y pensiones vitalicias de los políticos, por “apretar el timbre” que computa las votaciones en el Congreso de los Diputados, aunque tan sólo lo hayan hecho un par de semanas, todo eso, requiere la necesidad de acopiar ingentes cantidades de dinero. Desde luego  -ahora sí incido yo también en la monserga socialista-  no a cuenta de los poderosos, banqueros o no, sino de los más humildes españoles, con el pretexto de la “informatización” y automatización de la burocracia tributaria, que es el futuro. Y para esto se ha inventado la “Sede Electrónica”, para cuya certera utilización es preciso, además de adquirir un ordenador, una impresora y un teléfono móvil, ser un experto en la materia, o al menos saber utilizarlos, so pena de tener que contratar a un experto informático, sin perjuicio, pese a todo ello, de requerir presencialmente a un Notario. De lo contrario, ya se sabe: Notificación, iniciación y trámite de audiencia en el expediente sancionador, alegaciones (que por supuesto jamás se leen) y finalmente introducción de la mano en el billetero del más humilde contribuyente, a los ya indicados nobles y solidarios fines sociales.

Naturalmente, fue un socialista, Don Carlos Solchaga Catalán, Ministro de Economía y Hacienda entre el día 6 de Julio de 1985 y el 13 de Julio de 1993, quien inventó este sistema de tortura, en virtud de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 1991 (Ley 31/1990), de 27 de diciembre. La monstruosa maquinaria se constituyó el 1 de enero de 1992 y  está configurada como un ente de Derecho público dependiente de la Secretaría de Estado de Hacienda, integrada orgánicamente en este Ministerio. El Sr. Solchaga, conocido más bien, popularmente, como el señor“Gratis Total”, por razón de sus viajes a las Islas Baleares en la Naviera Transmediterránea, sin abonar ni un céntimo, estará más que encantado de su obra, sobre todo ahora que vuelven los viejos tiempos y, entre fuertes nubarrones, se adivinan, sin orden ni concierto, oleadas de ciudadanos, del sur, el este y el oeste, tan dignos de ser acogidos en la forma más humanitaria y generosa.

Luis Madrigal