¿SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
O FELIZ FINAL SIN FIN?
O FELIZ FINAL SIN FIN?
A mi viejo amigo Jomapupe
Redujo Unamuno el problema medular de la conciencia,
pese a no liberarse por ello de la angustia, a la afirmación de que “ser
consciente” consiste en casi lo radicalmente contrario, “en ser extraño a sí mismo, ex-sistente”. Como Unamuno,
además de sumo sacerdote, era un mago de las palabras, y por ello las manejaba
como un prestidigitador, no me atrevo yo a decir que se trate, en este caso, de
una “trampa lingüística”, o de una broma, propia de su carácter personal. De
alguna “nivola”, en vez de una novela. Lo cierto es que la palabra “sistente”,
no figura en el Diccionario de la Lengua Española, según me informa el propio
RAE, y lo más probable es que tampoco figurase en la época en la que la utilizó
Unamuno. Sí que figura, con doble acepción, el prefijo “ex”, pero, en la primera
de ellas significa “fuera” o “más allá”, y en la segunda, “que fue y ha dejado de serlo”. Por
último, parece simplemente imposible aplicar tal prefijo -“ex”- a una palabra sin contenido semántico de
ningún tipo, porque resultaría algo así como ser “ex-nada”.
Naturalmente, quedo sometido con mucho gusto, por
si alguien leyera lo que escribo -cosa
que no creo- al superior criterio de
cualquier filólogo o lingüista. Yo no lo soy.
En lo que sí coincido plenamente es en que el ser
humano -desde luego el “consciente”, es un ser que existe y por
tanto es un existente. Esa
entidad ontológica que llamamos "yo", (con total independencia
de cuántos "yo" o "yoes" pueda haber dentro de uno
mismo), su realidad radical, es que existe.
Aquí, entiendo por mi cuenta, y por tanto sin autoridad alguna, que converge el
pensamiento de Unamuno, aunque sólo tangencialmente, con el de su coetáneo,
Ortega y Gasset, un metafísico, para quien la vida -mi
vida- es precisamente la realidad
más radical. Y esta realidad
radical -la vida humana, no toda
vida- está sumergida en la existencia,
en la circunstancia, pero tan sólo casi como polo opuesto, o antípoda, no como
intrínsecamente incompatible, con la esencia. “Yo”, insignificante viviente, existo
desde que vivo, pero soy mucho antes,
eternamente. Por ello quiero creer en mi propia naturaleza de partícipe de un
Yo transcendente, porque el ser humano, en particular, no es tan sólo lo
que existe, sino esencialmente lo que es. El ser, es lo que es, porque lo que no es,
es la nada. Y ningún "yo",
por consciente pueda ser, puede proceder o ser causa de sí mismo, sino de otra
circunstancia, entidad o potencia fuera de sí. A lo mejor se refería a eso
Unamuno, sobre todo cuando escribió “El
Cristo de Velázquez”, quintaesencia de la poesía lírica intimista y
espiritual, a la que sólo superan en belleza San Juan de la Cruz (un místico) y
Lópe de Vega, un golfante empedernido, pero de sincero arrepentimiento, además
de un genio.
En lo que atañe a la esencia, además, me parece cierto -ya se trate de la piedra, la planta,
el animal o del ser humano- es el principio, puede que hasta evolucionista, de que toda entidad es
emergente de otra pre-existente, de la que procede y de la que, a su vez,
es consecuente. El cristianismo, en el Nuevo Testamento, ha puesto el valor
máximo de la esencia en el Amor. “Deus
cáritas est”. Dios es Amor. Y desde luego, el mundo se salvará por
éste, por el amor, o se hundirá y destruirá por sus impulsos contrarios, el
egoísmo y el odio. Pero, antes, me parece a mí, o lo pienso, es previa la
definición del Antiguo, formulada por el mismo Yahveh a Moisés: “Yo
soy el que soy”. Puede ello parecer una redundancia inexplicable, salvo
que tengamos en cuenta la luminosa aportación de Heidegger: “Existir,
es estar en el tiempo para ser.” Y por ello únicamente existe el
hombre, porque las cosas -para el
Derecho esos objetos corporales del mundo exterior, determinados y apropiables-
no existen,
y por más pudiesen durar millones de años, seguirían siendo lo mismo, sin
añadir nada a su propia naturaleza y destino. Se puede admitir por ello que el
mismo Dios, tampoco existe, no le es
posible existir, por constituir el
único que ya es, desde lo más
infinito y eterno. Y por eso, de una manera paralela y similar al “Yo
soy yo y mi circunstancia”, del raciovitalismo de Ortega, Heidegger
afirma: “Yo, no soy yo”. El yo -óntico- o el ser del existir- que ahora soy, no es el Yo -ontológico” o el ser del
Ser- que seré, mientras perdure el tiempo para mí.
Es preciso reconocer que hoy, todo esto, para la gran
mayoría de moradores del planeta, son puras teorías, charlas, en otros tiempos
“de café”, mero diletantismo
inoperante e inútil. Lo único importante y útil es la Ciencia y su hija más
utilitaria, la Tecnología. Sin embargo, Unamuno se debatió en la colisión entre
el pensamiento científico, incapaz de dar un sentido a la vida, y la moral
religiosa, carente -según entendía aquella
gran lumbrera de Bilbao- de
justificación personal. Ello provocó en él la cuestión capital del sentido de
la existencia. Y el antagonismo irreconciliable entre el sentimiento y la
razón, entre el todo y la nada, le llevó al abismo de la
desesperación, donde el hombre debe luchar siguiendo el ejemplo vitalista de
Don Quijote, cuya fe se basa en la incertidumbre, hasta llegar a su concepción
trágica de la vida y a su plasmación en la obra de este mismo título, que
posiblemente constituye la cima de su pensamiento filosófico. Filosófico, sí,
dentro de la anarquía de su pensar, porque Unamuno, además de filólogo
helenista, ensayista, poeta y crítico de arte, entiendo yo por mi cuenta, es
además un extraordinario filósofo. Y me acojo, para decir esto, a la propia
distinción efectuada por Ortega entre las ciencias positivas, siempre
concéntricas, porque crecen ensanchando el diámetro, y la filosofía, que es
siempre excéntrica, y no consiste tanto en ampliar el diámetro como en cambiar
el centro. El prenotando, o punto de partida del pensamiento filosófico. En
este último sentido, además de la excentricidad de la Filosofía, tal vez hasta
fuera necesario referirse o tener en cuenta la excentricidad particular del
propio Unamuno. Pero, no por ello, deja de ser conveniente detenerse en alguno
de sus puntos de vista. Y éste, acerca de la exacta dimensión de “ser
consciente”, pudiera ser uno de ellos.
A mí
me parece, desde luego, que “ser consciente”,
no puede consistir en ser extraño a uno mismo, sino, por el contrario, en
acercarse lo más posible y, paulatinamente, en “incrustarse” en uno mismo,
hasta navegar por las más profundas dimensiones y parajes del mundo interior.
El mundo exterior, sin duda, resulta agradable y a veces hasta placentero, si
no fuera al mismo tiempo tan hostil, dominante y hasta perverso. Por ello, me
parece mucho más saludable aceptar el consejo de Agustín de Tagaste, Obispo de
Hipona, un cerebro de los más agudos en la historia de la Humanidad: “Noli foras ire; in te ipsum redi. In
interiore homine, habitat veritas”. San
Agustín es una descomunal inteligencia, pero vivió en el siglo IV d.C. Un siglo
antes, ya habían descubierto lo mismo los eremitas de la Tebaida, en el Alto
Egipto, el primero de todos San Antonio Abad y dos siglos más tarde, en el
siglo V, San Benito de Nursia, el patrono de Europa. Y, aunque pueda parecer
increíble, sin necesidad de visitar Montecasino, Fontenay, Silos, El Paular o Poblet,
entre tantos otros, hoy hay en el mundo un ya algo más que incipiente
movimiento de eremitas urbanos. Personas que viven con lo estrictamente
necesario, de una pensión o de muy escasos recursos económicos, no obstante dotados
de ducha y calefacción, que salen a la calle y hablan con otros, poco más que
mucho, pero que viven dentro de sí mismos.
Ahora mismo, a la caída de la tarde, en Madrid y
tantas otras ciudades del mundo, las gentes se asoman a las ventanas y balcones
para estallar en una salva de aplausos… Ojalá que, además de esto, cuando se
retiren al interior de sus casas, traten de entrar también dentro de sí, para
ser “conscientes”… Menos egoístas, más
generosos; menos altaneros, más humildes. Y, sobre todo capaces de reflexionar
ante tantas modas y personajes famosos, superficiales y vacíos de todo valor
humano, porque el último baluarte frente a toda moda estúpida e insubstancial,
cuando no obscena, que se empecinan en difundir algunas emisoras de TV, y la
única defensa, es la conciencia personal.
Existencialmente, la vida humana, en todo caso
dramática, puede resultar siendo trágica. En ocasiones como la de esta plaga
vírica que hoy sufre el mundo y en otras que quizá podrían resultar mucho
peores. Pero también pudiera tener perfectamente la existencia un
final sin fin, eternamente feliz. Para ello es rigurosamente necesaria
la Fe, la fe en el Dios creador, del cosmos universal y del hombre. Pero la fe
no se vende en las Farmacias, como las mascarillas, los guantes de látex y los
respiradores. Mucho menos aún. La fe es un don de Dios que no se puede
adquirir, sino tan sólo pedir humildemente. Con la alentadora salvedad que el
Papa Juan Pablo II efectuó al periodista italiano Vittorio Messori: “En la búsqueda misma de la fe está ya
presente una forma de fe, una forma implícita, y por eso queda ya cumplida la
condición necesaria para la salvación.” Más aún que alentadora, esta
afirmación es liberadora y encierrra la gran esperanza de todo ser humano:
Basta con buscar y pedir. Sin caer en la desesperación.
Luis Madrigal
Madrid, Pascua de Resurrección de 2020