sábado, 20 de septiembre de 2014

DOGMA Y MORAL DEL TRABAJO


LOS RUMANOS




Hace ya algunos años, sin duda más de una década, viaja yo en el Metro de Madrid escuchando a mi alrededor hablar en una lengua ininteligible a mis oídos. Supe después que las personas que utilizaban aquella lengua eran rumanos. Más tarde, pude conocer, no lejos de mi domicilio, a toda una verdadera tribu de personajes marcadamente típicos e indudablemente identificables a simple vista como gitanos. Alguien me dijo después que también eran rumanos. Más tarde oí en TVE a un muchacho de joven edad y de nacionalidad rumana, clamar ante lo que para él resultaba una afrenta y que era la de identificar a todos los rumanos con los gitanos. También en España, hay muchos gitanos y no por eso, cuando se hace referencia a los mismos no se dice que son españoles, decía literalmente.

Si hay algún pueblo, etnia, raza, cultura, o lo que sean, singularmente pintoresco, a la par que errante, y por ello invasivo de cualquier parte sin ser capaz de acomodarse a ninguna, ni respetar sus normas y sus costumbres, ese pueblo es el de los llamados gitanos. Se dice que surgieron y proceden originariamente de la India, de cuya bandera han tomado parcialmente la suya propia. Pero, tal vez, en términos etimológicos o propiamente lingüísticos, resulte más fundado que proceden de Egipto. Eran, por ello, originariamente, "egiptanos", y por algún fenómeno de evolución lingüística, se convirtieron en "giptanos" y por último en gitanos. Pero, desde luego, aparentemente, no parecen observar ninguna de las propiedades que adornaron a los faraones de ninguna de sus casi incontables dinastías. Porque, a diferencia de los faraones de Egipto, los gitanos no suelen gozar de tan buena prensa.
  
Creo sincera y profundamente que todos los seres humanos, cualquiera sea su raza, y en consecuencia sus rasgos faciales; su cultura, costumbres y tradiciones y, muy en general, su aspecto físico y hasta espiritual, son, en el orden moral, exactamente iguales. Lo son en dignidad individual y personal, por la sencilla razón de que todos son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Y además, porque todos ellos se mueren, tarde o temprano, y la muerte iguala radicalmente a todos los mortales.

Sin embargo, la igualdad que implican, tanto la dignidad de su origen divino (eso que tantas veces se repite, sin reparar en su hondo contenido, acerca de “la dignidad de la persona humana”) como su naturaleza mortal, en el orden temporal de la convivencia humana sin duda ofrece también sus diferencias, en el sentido más objetivo, pese a que tal orden pueda ser visto también, sin contradicción alguna, desde la subjetividad. Porque no se puede incurrir en la hipocresía de negar las evidentes diferencias que separan a unos seres humanos de otros y entre las que sin duda pueden contarse, desde su aspecto físico, su forma de hablar y comportarse, su nivel de instrucción y, en suma, eso que definimos o denominamos como “persona agradable” o, por el contrario, lejana a nuestra consideración personal. Y, desde luego, los gitanos, muy en general, y salvando cuantas individualidades sean necesarias, no son, al menos para mí, un paradigma de "personas agradables". Nunca he podido entender aquellos octosílabos de Lorca: "En el Café de Chinitas / dijo Paquiro a Frascuelo / soy más valiente que tú / más gitano y más torero". Tal vez porque los gitanos, como los toreros, son numerosos en Andalucía, sin perjuicio de estar los primeros en todas las partes del mundo.

No puedo, ni quiero, incurrir en ninguno de los dos tipos delictivos que define el vigente Código Penal español. No puedo incurrir en el de racismo, porque ya he dicho que ni desprecio, ni creo nadie puede despreciar a ninguna raza. Y menos aún podría ser responsable del de xenofobia, porque los gitanos, aunque indudablemente son una raza, jamás han podido ser una nación y, por ello, tampoco un Estado, al carecer siempre del primero de los tres requisitos para poder serlo, el territorio, además de la población y el gobierno. Menos aún en lo que atañe a los gitanos españoles, por ser compatriotas míos, que en consecuencia no pueden ser extranjeros para mí.

Pero, no, no me gustan nada los gitanos, con sus patriarcas, o “reyes”; el número de “varas” que constituye la fuerza de la tribu; su machismo; sus leyes  -"la ley gitana", ¿qué ley es esa?-  todo lo cual representa no sólamente un grupo marginal, sino en general, con sus contadas brillantes excepciones en algunos campos, incluído el de la Ciencia, en más de una ocasión un peligro para la sociedad. Los gitanos, no se adaptan; jamás se integrarán en las respectivas sociedades en las que viven, y por eso no pueden ser aceptables en ninguna de ellas. Habrán de seguir vagando por el mundo, rodando bajo el cielo azul, porque en eso sí han acertado al diseñar su bandera, integrando sus dos elementos más significativos a su modo de ser, el cielo y la rueda.

Pero, precisamente por eso, ni pueden ser rumanos ni españoles, aunque en ambos países los haya, como se dice los hay en casi todos los del Planeta. Y por ello no se puede valorar o considerar a los rumanos, como si todos ellos fuesen gitanos. Rumanía  -"Romania"-  no sólo es un país substancialmente europeo, con sus gitanos a cuestas, sino además un país latino en lo que fundamentalmente corresponde a su lengua, pese a encontrarse ésta también plagada de palabras eslavas. Era la Tracia romana, hermana por tanto de la Hispania, dentro del Imperio, y eso constituye para nosotros los españoles un vínculo común, profundo y antiquísimo.

Y ya ha trascurrido más de una década, desde que yo tuviese ocasión de oír en el Metro su lengua, aunque no pudiera escuchar ni entender lo escuchable. En el transcurso de ellos, y más aún en los últimos años, he tenido ocasión de ir incrementando progresivamente mi consideración de contenido favorablemente positivo, muy en general, cuando no mi más sincera admiración hacia las personas de nacionalidad rumana que he tenido la fortuna de conocer de cerca, dentro de las que desde entonces nos acompañan, y con algunas de las cuales he llegada a alcanzar un recíproco entendimiento, dentro de unos esquemas de pensamiento y concepción del mundo comunes. Algunas de ellas, son trabajadores, hombres y mujeres abocados a sufrir el drama de la emigración. Y debo admitir que su nivel de instrucción y bagaje intelectual me parece muy superior al de mis compatriotas españoles de la misma condición. Sobre todo he podido observar una notable capacidad profesional, no sólo dentro de sus respectivos oficios específicos, sino una versátil polivalencia de oficios al margen de su especialidad. Y he notado, además de la capacidad, una acusada honestidad en el cumplimiento de su deber, muy en especial frente a las dificultades. A eso se llama, aquí en España, en el argot futbolístico, “no dar un balón por perdido” y, más específicamente, en términos taurinos, “vergüenza torera”. Lo que resulta curioso es que no sean españoles, sino rumanos. Ellos, no están acostumbrados, por lo que he podido comprobar, a la “chapuza” española, ni al cómodo yavalismo, al “ya vale”… Tampoco, o menos aún, al insolidario y execrable “ese no es mi problema”…

Yo no soy, ni creo podré ser jamás, marxista-lenista. No sé por qué supongo que la mayoría de los rumanos que he tratado en estos últimos daños, incluso los moldavos, los de la Moldavia hoy independiente que formaron parte de la extinta URSS, tampoco lo fueron nunca. Y tengo también la sospecha, a la vista de los resultados, de que el dictador Nicolae Ceausescu  -al que los propios rumanos “cazaron” como a un perro, sin permitirle la defensa en juicio, lo que no estuvo nada bien- lejos de impulsar una Universidad de saberes mediocres y degradados, impulsó una Formación Profesional de saberes útiles y sumamente bien aprendidos y consecuentemente practicados. Si, además, la honestidad profesional que los acompaña, asimismo es fruto de aquella formación, habrá que creer a pie juntillas a Monseñor Ancel, cuando escribió aquel libro titulado “Dogma y Moral comunistas”. Porque, de ser así, resultaría notorio que el opresivo régimen político marxista, además de un dogma absolutamente falso, posee una sólida moral absolutamente encomiable y pristinamente cristiana. Cuestión de contradicciones, cuando los extremos se tocan o, al propio tiempo, de recíproca inversión de términos. Tal vez, esa moral, es la que nos falta a nosotros  -y en general a nuestros profesionales-  que decimos y dicen ser cristianos.

Quiero de modo especial expresar que estas impresiones, que yo ahora he percibido muy recientemente, están inspiradas -y dedicadas a ellos con el mayor afecto- por dos jóvenes trabajadores rumanos que prestan servicios aquí mismo donde todavía me encuentro, en Las Navas del Marqués, en la Provincia de Ávila. Los dos pertenecen a la plantilla de la empresa "Hierro y Aluminio Antonio Segovia, S.L."  Son cuñados entre sí y ambos excelentes representantes de los valores ya dichos. Sobre todo uno de ellos, cuya capacidad de imaginación e inventiva, en la solución de toda clase de problemas, y su tenacidad para resolverlos, me han causado una honda impresión, jamás percibida por mi parte en la relación que siempre media entre el dueño de una obra, que observa su ejecución, y el artífice de la misma. Gracias a él  -que en los tiempos libres se dedica a imaginar y construir, con multiplicidad de prolijos y ordenados accesorios e instrumentos, una especie de taller ambulante en lo que ha convertido una simple furgonerta-  estoy seguro de recibir numerosas felicitaciones por la obra realizada. No le pregunté por su apellido, pero nunca olvidaré su nombre. Se llama Mario. En su honor y en el de todos sus compatriotas, suene hoy aquí el himno Nacional de Rumanía.

Luis Madrigal





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