Ayer mismo, 1 de Abril, se presentó en la Sala FNAC, de la Calle Preciados, de Madrid, la novela del joven escritor y periodista Tomás García Yebra, hijo de un gran y muy querido amigo mío, y amigo él mismo también. Debo decir que aún no he tenido tiempo de leer la novela, que se titula "Los crímenes del Museo del Prado", pese a la amabilísima dedicatoria de la que fui objeto y la primorosa edición de Editorial Funambulista (Colección Literadura), pero sí debo decir, con absoluta objetividad, que dicha novela mereció en su presentación los mayores elogios del maestro del periodismo español Francisco Giménez Alemán, quien, en su brillantísima intervención, jugó tan hábilmente con la Historia de nuestra Literatura, como si se tratase de un ágil prestidigitador, mostrando a Mariano José de Larra (eje simbolista de esta novela, hasta la casi homonimia con el protagonista), en compañía de casi toda la cohorte romántica de la época a su alcance, e incluso fuera de él. No Habló Gimenez Alemán del "Parnasillo", la famosa tertulia del Café del Príncipe, en el centro histórico de Madrid, pero sí situó a Larra, con suma y a veces inverosimil habilidad, en el Palacio de un jovencísimo Marqués de Salamanca, de 26 años en 1837, anfitrión de poetas románticos, como el bonaerense Ventura de la Vega, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y los españoles Patricio de la Escosura, Ramón Mesonero Romanos y, sobre todo, un deliberadamente enigmático jovén con perilla que venía de Valladolid y cuya incógnita se mantiene hasta el final. Yo, también lo haré en esta brevísima reseña. Desde luego, algún día dedicaré un post a mi amigo Tomás, tan sólo porque el mismo me ha pedido una opinión crítica, pero, aunque no soy ningún crítico literario, trataré de ser igualmente objetivo, por encima si cabe del verdadero afecto que le tengo. Ahora, quiero referirme a un hecho que, a algunas personas, pudiera causarles cierto "repelús", pero que a mí, lejos de tal, me produjo una grata y emocionante impresión. Al acto de presentación de la novela, y dado el paralelismo con Larra, uno de sus descendientes, Don Miguel Medina de Larra, aportó las propias ropas que vestía Mariano José el día de su suicido, de aquel pistoletazo cuya bala penetró entre la sien y la oreja derecha y salió por encima de la izquierda. Y yo, he tenido la oportunidad de contemplar, a un palmo, la camisa, el chaleco y la levita azul ribeteada de cuello de terciopelo negro, que, ese mismo día, aquel trágico 13 de Febrero de 1837, había vestido Mariano José de Larra, antes de recibir la visita de Dolores Armijo. Los lectores de este Blog, pueden apreciarlo también en la fotografía que ilustra esta entrada. Ampliadlas un poco y se observarán con mayor nitidez, encerradas en unos círculos, unas manchas "marrones". Han pasado 171 años, que exactamente se cumplieron el pasado 13 de Febrero, y la sangre de Larra ya no es de color rojo, porque el tiempo acaba con casi todo, o lo transmuta y cambia de color. Pero los que no han cambiado nada, sino cobrado más y más belleza con el paso del tiempo, son los versos de aquel incognito joven personaje con perilla, procedente de Valladolid, que, en el Entierro de Larra, en pleno Cementerio, los pronunció sin temor alguno, por ser un total desconocido, para pasar a ser a partir de entonces una de las figura cumbres de la Literatura española. Esta era la primera quintilla, aunque en endecasílabos, de aquella gran elegía patética:
"Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana..."
Estos eran aquellos sublimes versos. El autor de los mismos se llamaba José Zorrilla.
¡Ánimo, poetas, no os avergonceis nunca por ser desconocidos...! Felicidades, Tomás. Luis Madrigal.-
Arriba, fotografías de doña Gloria Martínez Peña
No hay comentarios:
Publicar un comentario