Hay una sede íntima, en lo más profundo de nuestro ser, que-con independencia de otros valores, algunos desde luego absolutos y radicalmente prioritarios-nos impulsa de modo irresistible a pronunciar una palabra, a gritarla a los cuatro vientos, antes que ninguna otra; antes que nada y que ninguna otra cosa. Esa palabra, y en especial el concepto que encierra, es “yo”. Ese “yo”, indudablemente, puede ser escrito con mayúscula -“Yo”-cuando se hace partícipe de una entidad, o de una substancia ontológica transcendente, pero, aquí abajo, a ras de suelo, reclama lo que en principio es estricta y sólamente suyo. En ello radica, nada menos que el fundamento mismo de todo derecho subjetivo, el cual, antes de consistir en exigir algo a alguien, consiste en excluir de mí a todo aquello, y desde luego a todos aquéllos, que “no son yo”. Cuando el “yo” individual, o personal, por tendencia inherente a la propia existencia, se ve obligado a penetrar en el mundo de la inter-relación con otros “yo”, surge uno de los más graves problemas, quizá la primera gran tragedia humana, aún pendiente de resolver, el de la pugna-de cooperación o de conflicto-entre mi “yo” y el de los otros y, en consecuencia, surgen también las actitudes de renuncia, altruismo y solidaridad, o bien las de afirmación, egoísmo e individualismo.
Lamentablemente, ningún “yo” puede por sí mismo y por sí solo fabricar la vida y, más o menos de modo casi similar, tampoco puede resolverla, solucionarla, porque eso que llamamos “vivir”, no es tanto una realidad biológica, como un enorme e interminable repertorio de necesidades, sin cuya solución nadie puede hacerlo. Ni aun dentro de un ya trasnochado e inviable primitivismo aislacionista, por vocación o por circunstancia, al modo de Robinson Crusoe, que no deja de ser más que un mero producto de literatura, por ciertos y reales que hubieran sido los naufragios del marino escocés Alexander Selkirk y del Capitan de la Marina española Pedro Serrano, en los cuales se inspiró Daniel Defoe para escribir aquella historia, y porque nos encontramos ya excesivamente lejos, nada menos, en este preciso momento, que a doscientos ochenta y nueve años, de 1719, cuando aquélla se escribió. Mi “yo”, desde que se instala-es decir, desde que es instalado-en la existencia, ineludiblemente depende y se halla condicionado a y por otros “yo”, cuya presencia y aportación a eso que llamamos “la sociedad”-salvo inviabilidad de esta misma-se hace imprescindible. Nadie puede ser ya autárquico y, en consecuencia, nadie puede prescindir de la convivencia social. Ello es una gran suerte y, al mismo tiempo, una terrible desgracia, quizá la mayor de cuántas acechan al ser humano. Lo es, porque, para que la vida humana en convivencia en principio sea posible, también es necesario eso que se llama “la Autoridad”. En efecto, ha de escribirse con mayúscula tan sólo cuando algún título, de entre los axiológicamente aceptables, es capaz de legitimar el poder material, la mera capacidad de hecho para suscitar la obediencia de cada “yo”. Pero, aún así, cuando el poder inicialmente se legitima en Autoridad, de un modo más o menos aparente en la mayor parte de los casos, y tan sólo de manera verdadera y propiamente legítima en unos pocos, surge y en ocasiones se manifiesta virulentamente la cuestión capital: ¿La Autoridad, o mi “yo”? A la hora de responder a esta pregunta, es también cuando el binomio libertad-autoridad, cobra y despliega su conflictividad más acusada. ¿Por qué ha de prevalecer la autoridad (que no es de nadie, o es de muchos) sobre mi libertad, que solamente es mía? Quizá, o más bien sin duda, no siempre debe ser así, porque, en primer término, como ya he dicho, a veces la autoridad no es tal, ya por haberse obtenido con torpes artimañas y engaños, o incluso porque a quien la ostenta le sobrevino “de chiripa”, más o menos como a quien le toca una cacerola o un lote de papel higiénico en una tómbola de feria. Bien, en segundo lugar, porque, en el caso contrario, no basta que haya sido legitimada en su origen, sino que, su legitimidad, requiere un constante ejercicio igualmente legítimo, que únicamente se produce cuando tal ejercicio se acomoda al “deber ser” o, si se quiere, para no incurrir en lo que Ortega llamó “éticas mágicas”, a lo que objetiva y perceptiblemente resulta, en la apreciación mayoritaria, cierta y real, el bienestar de todos, de cada “yo”, o de la mayor parte de ellos. Sólo entonces, es admisible que la autoridad pueda primar sobre la libertad individual.
Mas, cuando no es así, cuando la autoridad se exhibe como un trofeo de caza, obtenido en las urnas-¡y vaya de qué modo, en ocasiones!-cuando “se blande”, como una espada, sobre las cabezas de los “yo” a ella teórica y dramáticamente sometidos, sin más sólidas razones que las puramente formales, y hasta formalistas, incluso en medio de la mayor y más absoluta incompetencia e incapacidad de quién la ejerce, entonces surge el drama del “fracaso de la autoridad” y, entonces también, cabe una fórmula que ya no es precisamente “mágica”, ni taumatúrgica, sino sencillamente posible y que, es, nada más y nada menos, que la de sustituir la autoridad por la responsabilidad individual. Mi “yo”, no necesita de ningún poder coercitivo, inicialmente no legítimado o posteriormente devenido en ilegítimo, por malvado, por inútil e ineficaz o por ambas cosas. Este “yo”, es capaz de remplazar a ese poder con su propia recta conducta en todos los órdenes. Y esto, precisamente esto y solamente esto, es el anarquismo, el verdadero, el único capaz de conducir al todo-en el que concurren todos los “yo”-al fin natural que la propia Naturaleza reclama, el bienestar común y la felicidad humana en la Ciudad terrestre. El anarquismo, así pues, no consiste en “poner bombas” y causar daños. Esto es, simplemente, terrorismo.
Desde luego, puede haber muchas clases, categorías o formas de anarquismo, pero el que acabo de apuntar no es, desde luego, el anarquismo de Mijaíl Bakunin, el filóso idealista influenciado por Kant y después por Proudhom y Kropotkin, sino, más bien, el anarquismo de Sir Thomas More, llamado en español (siguiendo esa necia costumbre de intentar traducirlo todo) Tomás Moro, aquel gran hombre, miembro del Parlamento britanico, Juez y Sub-Prefecto de la ciudad de Londres y, finalmente, Lord Canciller de Enrique VIII, que se negó a acatar la Autoridad, en ejercico de su conciencia y libertad, rectamente formadas, y que, pese a ser encerrado en la Torre de Londres durante un año, murió decapitado, el 6 de Julio de 1535, en aras de aquella misma libertad. Ya en el potro, pronunció con serenidad y valor aquellas rotundas palabras: “The King´s good servant, but God´s first” : “Soy buen servidor del Rey, pero primero de Dios”. Por ello, fue beatificado en 1886 por el Papa León XIII, proclamado santo, con la advocación de Santo Tomás Moro, Mártir, el 19 de Mayo de 1935 por el Papa Pío XI y, finalmente, declarado patrono de los políticos y los gobernates por Juan Pablo II, en 1985. Este anarquismo, es el reflejado en su obra universal “Utopía”, que también puede ser un producto literario, ya que su mismo autor sugiere o insinúa la incredulidad en su existencia: Amauroto (o “sin muros”), es la capital de la comunidad que describe, está regada por el río Anhidro (o “sin agua”) y regida por Ademo (“sin pueblo”), por lo que Utopía, realmente significa “No hay tal lugar”, como tradujo al castellano Don Francisco de Quevedo. Una Ciudad en la que todos viven en casas iguales, trabajan por periodos en el campo, disfrutan de la propiedad común de los bienes, no hacen la guerra y dedican su tiempo libre a la lectura y al arte. Por ello, desde entonces se ha utilizado el término “utopía”, tanto para hacer referencia a obras de ficción, idealistas o incluso prácticas, como a las experiencias fundadas en tales ideas. Y así, se habla de utopías económicas, políticas o religiosas. Últimamente, hasta se hace referencia a la “utopía ecologista”.
Por ello, es conveniente aclarar de una vez por todas, que una “utopía”, no es , ni mucho menos, “un ideal irrealizable”, esto es, imposible de realizar, sino, más bien, “un ideal que nunca se realiza”, lo cual no es lo mismo. Mientas hay utopia, hay lucha por el ideal. Pero, si ni tan siquiera queda la utopía, ¿qué puede quedarnos?. Por eso, la utopía del Cristianismo, al menos, ha tenido siempre bien claro, y así lo ha enseñado y proclamado al mundo, que el Paraíso prometido por Dios, no está en la tierrra. Y por ello, el anhelo de todo cristiano, ha de estar siempre fundado en la Esperanza, de que un día, al fin, se consumará la Historía y comenzará la Meta-Historia, que es lo mismo que el Reino de Dios, sólo que este último, aunque no se realice en ella, si que comienza en la tierra. Luis Madrigal.-
Arriba, Sir Thomas More, cuadro pintado en 1527 por Hans Holbein, el Joven. Santo Tomás Moro, Mártir, también fue íntimo amigo de Erasmo de Rotterdam, quien le inspiró su obra cumbre, "Utopía"
Muchas gracias, Alicia. Tú si que eres buena y generosa. Todos tenemos que aprender de todos. Yo estoy muy necesitado de aprender muchas cosas de ti. Un beso.
2 comentarios:
-Cada vez que te leo, Luis aprendo.
Gracias por tu generosidad.
Alicia
Muchas gracias, Alicia. Tú si que eres buena y generosa. Todos tenemos que aprender de todos. Yo estoy muy necesitado de aprender muchas cosas de ti. Un beso.
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