De la Pascua de Resurrección, de la Pascua "florida", como decían los viejos Catecismos... Esta Vigilia y esta Fiesta son conmovedoras para mí, siempre lo fueron, desde los tiempos en los que litúrgicamente, tan sólo se bendecía el agua, que al día siguiente se recogería para llevar a casa y depositarla en aquellas viejas "benditeras", hoy puestas de moda, tal vez como simple objeto de decoración. Pero, entonces, aquel agua permanecía en la casa, en cada uno de los dormitorios, sobre la cabecera de la cama, hasta el año siguiente y, en los momentos de angustia o tribulación, en unión de la vela que había lucido junto al Santísismo, en el Monumento del Jueves Santo, eran el único motivo de fortaleza y esperanza frente a toda clase de males, del cuerpo o del alma, y hasta frente a los bruscos fenómenos de la Naturaleza, cuando tronaba y caían rayor sobre las piedras... Eran aquellos tiempos de la España pobre y, desde luego (con total independencia, para algunos, del "nacional-catolicismo" franquista, que tanto estamos pagando ahora), mucho más cristiana, en mi modesta opinión, y también al margen de los numerosos errores y de las no menos numerosas mentiras que nos contaron, con la más absoluta buena fe. Hoy, en mí, permanece aquella buena fe, aunque quiera desprenderme también de lo que me parecen mentiras o errores. Por eso acudiré esta Noche santa, a la Vigilia de Pascua, en la que serán bendecidos, fuera del templo, el Fuego y el Agua, para penetrar después en él, completamente a oscuras y tan sólo alumbrado por las candelas que, quienes queremos creer en la Luz de Cristo, portaremos en nuestras manos. "Luz de Cristo", será el grito litúrgico. Y el templo, se iluminará, al repique de las campanas, que no sólo tocarán a gloria, sino a victoria frente a la muerte.
Ciertamente, estoy persuadido y convencido de que, además de su Encarnación en una Mujer de nuestra raza, de su Nacimiento y su Pasión y Muerte, si Cristo no hubiese resucitado, a ninguno de nosotros merecería la pena haber nacido. Nuestra vida temporal, sobre la tierra, tan dulce y grata algunas veces, pero pienso que amarga y dolorosa las más, no podría justificar el "saldo" negativo. Sería una "estafa" el nacer. El desequilibrio, entre todas las horas felices y todas las que, por uno u otro motivo, están llenas de tristeza, resultaría notable. Las horas luminosas, no compensarían la oscuridad de las dolorosas. Y por eso, no merecerría la pena nacer. Pero, he aquí, que Cristo, ha resucitado de entre los muertos, y su Resurrección es mucho más grande, más definitiva, más concluyente, y hasta incompatible, con lo que lo que aún hoy la Iglesia sigue enseñando, la inmortalidad del alma. Ya sé que esta es la posición "oficial" de quienes sin duda saben mucho más que yo, que no sé apenas nada. Pero, siento, estoy persuadido, de que cuando muere el hombre, muere todo él. Muere, desde luego el cuerpo, pero también muere el alma. Lo que sucede, tiene que ser así -lo espero, lo anhelo- es que mi resurreción se producirá en el mismo instante de mi muerte. No viviré dos vidas, la de aquí abajo, llena de penalidades, con ese "saldo negativo", y la de arriba, absoluta y eternamente feliz, cuando allá, tras quizá miles de siglos, la "trompetería del Valle de Josafat", me despierte. No, no... Tan sólo viviré una única vida, la misma que ahora tengo, y la muerte no será sino un mero paso, como el que da quien traspone el umbral de una puerta, para pasar de una estancia a otra, sin que por ello haya cambiado de casa o habite, sucesivamente, dos casas distintas. Lo del Valle de Josafat, sería un "latazo". Sería muy aburrido, aun cuando el tiempo resulte ser un misterio indescifrable y, por ello, puedan ser lo mismo, esencial e inperceptiblemente para mí, una vez muerto, tanto un millón de siglos, como un minuto, o una decima de segundo. Igual. ¿En qué podrían diferenciarse, tales medidas de tiempo, mientras mis despojos humanos se pulverizan en el sepulcro, si al final de ellas, de una u otra, resucitaré y volveré a la vida? Ciertamente en nada, porque mi alma, mi espíritu no se enteraría, ni se "aburriría" por tan larga espera, pese a no haber muerto también con mi cuerpo. Pero, de ser así, si aceptamos el viejo dualismo platónico, en el que el alma es una especia de "pájaro", que vuela hacía lo eterno, y el cuerpo una mera "jaula", condenado a pudrise y transformarse en polvo, me pregunto, angustiosamente, con qué cuerpo habría yo de resucitar, tras quizá miles de siglos que aún le restan al Planeta, hasta que el Sol se apague, se convierta, primero, en una roja gigante, después en una blanca enana, hasta desaparecer por fin del universo y, mucho antes, la Tierra, donde los mares alcanzarán la temparetura de 500 grados centígrados. ¿Con qué cuerpo podría resucitar? ¿Con el de mis 15 años, con el de mi madurez o senectud, hecho ya "papilla", este último, tras intervenciones quirúrgicas y reiteradas visitas al médico especialista? Si tuviese que resucitar así, con este mismo "cascajo", mi resurrección no sería nada atractiva. Y, si todos esos cuerpos, antes de mi muerte, han sido míos, por qué ha de ser el último el que resucite? ¿Cuál de ellos será el de mi resurrección? Pero, sobre la corporeidad proporcionada por la resurrección no se puede afirmar nada. Cuando Jesús resucitó, y se apareció a diversas personas, lo hizo, según el texto griego en "etéra morfé" (Mc 16,12), es decir, "en otra forma". Pienso, y lo deseo, que así será nuestra resurrección. No, como aún se nos dice "con los mismos cuerpos y almas que tuvimos", afirmación que no parece aceptable (ni hasta fisiobiológicamente posible, aunque nada sea imposible para Dios), no sólo por la razón ya indicada -¿con qué cuerpo?- sino porque, tal afirmación, tan sólo puede ser aceptable en el sentido de que mi yo resucitado coincidirá con mi yo histórico, pero este cuerpo, en el que ahora se encierra mi espíritu -dentro de esa unidad fisio-psico-espiritual, que soy yo- es un cuerpo meramente provisional (como los dientes que precenden a los defintivos, ya seas los natales, ya los que colocan o implantan las modernas técnicas odontológicas). Pero, mi corporeidad resucitada, será una corporeidad definitiva, sin enfermedad ni defecto físico alguno, sin dolor de cabeza o de espalda, sin artrosis o dermatitis atópica, y sin la consiguiente visita anual al urólogo y al oftalmólogo...
Estoy convencido, salvo pena canónica de excomunión, y tampoco estoy muy seguro de que ni aún así, el día en que lleguemos a creer y esperar esto, habremos dejado de ser "creyentes platónicos", para convertirnos en creyentes cristianos. Porque, Jesús, nunca habló del alma y el cuerpo, salvo a título meramente metodológico o didáctico. Él, siempre hablo "de la Vida" (Mt 6,26); (Mc 8,35). Y, por ello, creo que no es posible, pese al atrincheramiento de la Iglesia tras la Constitución "Benedictus Deus", del Papa Benedicto XII (1336) -en la que las realidades últimas, "lo novísimos", pretendieron quedar zanjados para siempre- mantenerse por mucho más tiempo en la categoría platónica del dualismo, ni con ello en la escatología dualista, tras haber quebrado por su base la antropología del mismo carácter. "Yo" soy un ser vivo, no un cuerpo más un alma, y Dios me ama en cuanto tal, sin querer más a mi alma que a mi cuerpo, porque ambos son "yo". Cuando muera, morirá mi cuerpo, al extinguirse todos mis sentidos corporales, pero morirá también mi alma. En primer término, porque lo inmortal no puede resucitar. Si Jesús pudo resucitar, es porque antes había muerto y, por ello, el centro de gravedad de nuestra vida cristiana no puede ser la inmortalidad del alma, sino la Resurreción de Cristo. Y, en segundo lugar, porque alma y cuerpo son inseparables, de la misma manera que no se pueden separar el oxígeno y el hidrógeno, porque, si se separan, desparece el agua; quedarán dos gases, pero agua no queda. Sin embargo, es una gran alegría creer y esperar que, en ese mismo instante, en el que mueran juntamente mi cuerpo y mi alma, también resucitará ésta, sin que para nada pueda afectarle la corrupción corporal, en el sepulcro, de mi cuerpo provisional, ni necesite para nada al mismo cuerpo, que fue mío, pero que ya nunca más volveré a tener. Nuestra muerte, es nuestra resurrección, la de nuestro ser de hombre, cuya caracteristica esencial es la Infinitud, porque si el hombre se quedara sólo en hombre, en nada sería distinto de cualquier otro animal. Pero, el hombre sólamente es Hombre en la medida en que abre sus horizontes hasta el Infinito, porque Dios es la dimensión y la medida del Hombre que, como Dios, es Infinito. No tenía razón Protágoras cuando exclamó: "El hombre es la medida de todo". No, no la tenía, porque la medida de todo, es Dios.
Es muy posible que a algunos de ustedes, o de vosotros, en poco o en nada puedan convenceros estas desaliñadas reflexiones que yo me hago, en estas horas previas a la Vigilia de Pascual de Resurrección. Es más que posible. Pero si a alguien le interesa informarse mejor, más metodológica y sistemáticamente, o aclarar cualquier posible concepto conflictivo, quien veraderamente sabe de esto es mi muy querido amigo, mi viejo Consiliario en aquellos días ya lejanos de la Juventud de Acción Católica de León, el Profesor Dr. Don Felipe Fernández Ramos, Catedrático de Sagrada Escritura, ya Emérito, en la Pontificia Universidad de Salamanca. Si lo desean o lo deseais, puedo facilitaros su dirección postal o su número de teléfono, aunque cabe también hacerse con algún ejemplar de su libro "De la muerte a la vida", Editorial San Esteban, Colección "Trazos", Salamanca, 2004. O, casi mejor, la separata de la Revista "Naturaleza y Gracia", sobre la necesariamente urgente "Revisión biblico-teológica de los novísimos".
Aunque, lo más importante, lo esencial, es que, pese a que ello sucedió hace ya 2.009 años, menos 33 (sin perjuicio de corregir a Dionisio el Exiguo), lo que nos dará la Vida, es que, esta noche, dentro de unas horas, Jesús de Nazaret va a resucitar de entre los muertos, para que yo también resucite y para que resucitemos todos. Hermanos cristianos: ¡Aleluya, Aleluya! ¡Cristo, va a resucitar! Amigos todos, y hombres de buena voluntad, alegraos también vosotros. ¡Es para todos...! Luis Madrigal.-
Ciertamente, estoy persuadido y convencido de que, además de su Encarnación en una Mujer de nuestra raza, de su Nacimiento y su Pasión y Muerte, si Cristo no hubiese resucitado, a ninguno de nosotros merecería la pena haber nacido. Nuestra vida temporal, sobre la tierra, tan dulce y grata algunas veces, pero pienso que amarga y dolorosa las más, no podría justificar el "saldo" negativo. Sería una "estafa" el nacer. El desequilibrio, entre todas las horas felices y todas las que, por uno u otro motivo, están llenas de tristeza, resultaría notable. Las horas luminosas, no compensarían la oscuridad de las dolorosas. Y por eso, no merecerría la pena nacer. Pero, he aquí, que Cristo, ha resucitado de entre los muertos, y su Resurrección es mucho más grande, más definitiva, más concluyente, y hasta incompatible, con lo que lo que aún hoy la Iglesia sigue enseñando, la inmortalidad del alma. Ya sé que esta es la posición "oficial" de quienes sin duda saben mucho más que yo, que no sé apenas nada. Pero, siento, estoy persuadido, de que cuando muere el hombre, muere todo él. Muere, desde luego el cuerpo, pero también muere el alma. Lo que sucede, tiene que ser así -lo espero, lo anhelo- es que mi resurreción se producirá en el mismo instante de mi muerte. No viviré dos vidas, la de aquí abajo, llena de penalidades, con ese "saldo negativo", y la de arriba, absoluta y eternamente feliz, cuando allá, tras quizá miles de siglos, la "trompetería del Valle de Josafat", me despierte. No, no... Tan sólo viviré una única vida, la misma que ahora tengo, y la muerte no será sino un mero paso, como el que da quien traspone el umbral de una puerta, para pasar de una estancia a otra, sin que por ello haya cambiado de casa o habite, sucesivamente, dos casas distintas. Lo del Valle de Josafat, sería un "latazo". Sería muy aburrido, aun cuando el tiempo resulte ser un misterio indescifrable y, por ello, puedan ser lo mismo, esencial e inperceptiblemente para mí, una vez muerto, tanto un millón de siglos, como un minuto, o una decima de segundo. Igual. ¿En qué podrían diferenciarse, tales medidas de tiempo, mientras mis despojos humanos se pulverizan en el sepulcro, si al final de ellas, de una u otra, resucitaré y volveré a la vida? Ciertamente en nada, porque mi alma, mi espíritu no se enteraría, ni se "aburriría" por tan larga espera, pese a no haber muerto también con mi cuerpo. Pero, de ser así, si aceptamos el viejo dualismo platónico, en el que el alma es una especia de "pájaro", que vuela hacía lo eterno, y el cuerpo una mera "jaula", condenado a pudrise y transformarse en polvo, me pregunto, angustiosamente, con qué cuerpo habría yo de resucitar, tras quizá miles de siglos que aún le restan al Planeta, hasta que el Sol se apague, se convierta, primero, en una roja gigante, después en una blanca enana, hasta desaparecer por fin del universo y, mucho antes, la Tierra, donde los mares alcanzarán la temparetura de 500 grados centígrados. ¿Con qué cuerpo podría resucitar? ¿Con el de mis 15 años, con el de mi madurez o senectud, hecho ya "papilla", este último, tras intervenciones quirúrgicas y reiteradas visitas al médico especialista? Si tuviese que resucitar así, con este mismo "cascajo", mi resurrección no sería nada atractiva. Y, si todos esos cuerpos, antes de mi muerte, han sido míos, por qué ha de ser el último el que resucite? ¿Cuál de ellos será el de mi resurrección? Pero, sobre la corporeidad proporcionada por la resurrección no se puede afirmar nada. Cuando Jesús resucitó, y se apareció a diversas personas, lo hizo, según el texto griego en "etéra morfé" (Mc 16,12), es decir, "en otra forma". Pienso, y lo deseo, que así será nuestra resurrección. No, como aún se nos dice "con los mismos cuerpos y almas que tuvimos", afirmación que no parece aceptable (ni hasta fisiobiológicamente posible, aunque nada sea imposible para Dios), no sólo por la razón ya indicada -¿con qué cuerpo?- sino porque, tal afirmación, tan sólo puede ser aceptable en el sentido de que mi yo resucitado coincidirá con mi yo histórico, pero este cuerpo, en el que ahora se encierra mi espíritu -dentro de esa unidad fisio-psico-espiritual, que soy yo- es un cuerpo meramente provisional (como los dientes que precenden a los defintivos, ya seas los natales, ya los que colocan o implantan las modernas técnicas odontológicas). Pero, mi corporeidad resucitada, será una corporeidad definitiva, sin enfermedad ni defecto físico alguno, sin dolor de cabeza o de espalda, sin artrosis o dermatitis atópica, y sin la consiguiente visita anual al urólogo y al oftalmólogo...
Estoy convencido, salvo pena canónica de excomunión, y tampoco estoy muy seguro de que ni aún así, el día en que lleguemos a creer y esperar esto, habremos dejado de ser "creyentes platónicos", para convertirnos en creyentes cristianos. Porque, Jesús, nunca habló del alma y el cuerpo, salvo a título meramente metodológico o didáctico. Él, siempre hablo "de la Vida" (Mt 6,26); (Mc 8,35). Y, por ello, creo que no es posible, pese al atrincheramiento de la Iglesia tras la Constitución "Benedictus Deus", del Papa Benedicto XII (1336) -en la que las realidades últimas, "lo novísimos", pretendieron quedar zanjados para siempre- mantenerse por mucho más tiempo en la categoría platónica del dualismo, ni con ello en la escatología dualista, tras haber quebrado por su base la antropología del mismo carácter. "Yo" soy un ser vivo, no un cuerpo más un alma, y Dios me ama en cuanto tal, sin querer más a mi alma que a mi cuerpo, porque ambos son "yo". Cuando muera, morirá mi cuerpo, al extinguirse todos mis sentidos corporales, pero morirá también mi alma. En primer término, porque lo inmortal no puede resucitar. Si Jesús pudo resucitar, es porque antes había muerto y, por ello, el centro de gravedad de nuestra vida cristiana no puede ser la inmortalidad del alma, sino la Resurreción de Cristo. Y, en segundo lugar, porque alma y cuerpo son inseparables, de la misma manera que no se pueden separar el oxígeno y el hidrógeno, porque, si se separan, desparece el agua; quedarán dos gases, pero agua no queda. Sin embargo, es una gran alegría creer y esperar que, en ese mismo instante, en el que mueran juntamente mi cuerpo y mi alma, también resucitará ésta, sin que para nada pueda afectarle la corrupción corporal, en el sepulcro, de mi cuerpo provisional, ni necesite para nada al mismo cuerpo, que fue mío, pero que ya nunca más volveré a tener. Nuestra muerte, es nuestra resurrección, la de nuestro ser de hombre, cuya caracteristica esencial es la Infinitud, porque si el hombre se quedara sólo en hombre, en nada sería distinto de cualquier otro animal. Pero, el hombre sólamente es Hombre en la medida en que abre sus horizontes hasta el Infinito, porque Dios es la dimensión y la medida del Hombre que, como Dios, es Infinito. No tenía razón Protágoras cuando exclamó: "El hombre es la medida de todo". No, no la tenía, porque la medida de todo, es Dios.
Es muy posible que a algunos de ustedes, o de vosotros, en poco o en nada puedan convenceros estas desaliñadas reflexiones que yo me hago, en estas horas previas a la Vigilia de Pascual de Resurrección. Es más que posible. Pero si a alguien le interesa informarse mejor, más metodológica y sistemáticamente, o aclarar cualquier posible concepto conflictivo, quien veraderamente sabe de esto es mi muy querido amigo, mi viejo Consiliario en aquellos días ya lejanos de la Juventud de Acción Católica de León, el Profesor Dr. Don Felipe Fernández Ramos, Catedrático de Sagrada Escritura, ya Emérito, en la Pontificia Universidad de Salamanca. Si lo desean o lo deseais, puedo facilitaros su dirección postal o su número de teléfono, aunque cabe también hacerse con algún ejemplar de su libro "De la muerte a la vida", Editorial San Esteban, Colección "Trazos", Salamanca, 2004. O, casi mejor, la separata de la Revista "Naturaleza y Gracia", sobre la necesariamente urgente "Revisión biblico-teológica de los novísimos".
Aunque, lo más importante, lo esencial, es que, pese a que ello sucedió hace ya 2.009 años, menos 33 (sin perjuicio de corregir a Dionisio el Exiguo), lo que nos dará la Vida, es que, esta noche, dentro de unas horas, Jesús de Nazaret va a resucitar de entre los muertos, para que yo también resucite y para que resucitemos todos. Hermanos cristianos: ¡Aleluya, Aleluya! ¡Cristo, va a resucitar! Amigos todos, y hombres de buena voluntad, alegraos también vosotros. ¡Es para todos...! Luis Madrigal.-
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