miércoles, 1 de julio de 2009

A MIS ESCASOS SEGUIDORES







Solía decir, con cierta reiteración, mi Profesor de Filosofía del Bachillerato, que "la fibra más sensible del ser humano es la vanidad". Aquel profesor, era un hombre humilde, pero profundamente sabio, que había enseñado Ontología en la Universidad, y que sufrió injustamente las represalias del régimen político del General Franco, siendo castigado, "por buenas composturas", a explicar la disciplina que profesaba, en la hondura y contenido que caracteriza a la misma, a unos "mocosos" de 15 años. En la medida en que ha ido transcurriendo el tiempo se ha ido agigantando para mí su figura intelectual y humana. Entonces, en aquella edad, pude entender el pensamiento de los filósofos que explicaba, pero no pude entenderle a él, que hubiese sido mucho más importante. Poco a poco, le he ido comprendiendo después. Pues bien, este sin duda gran hombre, como tantos otros que nunca fueron famosos, pero que dejaron una huella más indeleble que los que lo han sido, repetía una y otra vez, aquellas palabras, relativas al vicio de la vanidad. Desde luego, pese a no encontrarse él demasiado próximo a las cuestiones ni a los estudios bíblicos, venía sin embargo aquel gran Profesor a coincidir plenamente con las palabras con las que se inicia el Eclesiastés, uno de los siete Libros sapienciales del Antiguo Testamento, precisamente el que se pregunta y responde, más filosófica que poéticamente, acerca del sentido de la vida y que plantea la enigmática y terrible cuestión de si merece o no la pena vivirla. Pues bien, tal Libro, precisamente comienza con estas palabras: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué provecho tiene el hombre en todo el trabajo que realiza bajo el sol? Una generación se va y otra viene, mas la tierra siempre permanece. El sol aparece y el sol se pone y tiende hacia el sitio por donde sale…” Qohéleth, el hablante, el autor de estas reflexiones sobre la vanidad de la vida, puesto que el Libro (la atribución a Salomón, no es más que un mero recurso literario) fue escrito en el siglo IV, en el Norte de Palestina, tras la Cautividad de Babilonia, en el siglo VI, ambos antes de Cristo, ha sido rey de Israel en Jerusalem y ha dedicado su mente a buscar y explorar con sabiduría “todo lo que se hace bajo los cielos”. Y en este sentido prosigue: “He visto todas las obras que se realizan bajo el sol, y he aquí que todo es vanidad y perseguir viento… He hablado yo con mi corazón diciendo: ´He aquí que he acumulado y reunido sabiduría por encima de todo el que ha existido antes que yo en Jerusalem, y mi corazón ha considerado mucho la sabiduría y la ciencia. Apliqué mi mente en discernir sabiduría y ciencia, locura y necedad; y he comprendido que también esto es esfuerzo vano, pues con la abundancia de sabiduría, abunda el disgusto, y quien añade ciencia, añade dolor.´”

Todo, pues, lo que a veces tanto nos regocija, cuando procede de nosotros mismos, no es más que vanidad. Y son cinco las acepciones, en castellano, que pueden atribuirse a este término: La de cualidad de vano, lo que equivale a hueco, a vacío; la de “arrogancia, presunción o envanecimiento”; la relativa a la “caducidad de todas las cosas de este mundo”; la que hace referencia a las “palabras inútiles o insustanciales” y, por último, en su dimensión menos nociva, la “representación, ilusión o ficción de la fantasía”. En cualquiera de ellas, aceptar ante uno mismo que se es vanidoso, no es una sensación agradable, ni menos aún reconfortante, en este sufrimiento casi continuo que, por lo general, al ser humano conlleva la existencia. No lo es, no puede serlo en absoluto, porque la vanidad no es otra cosa sino la misma soberbia, o una percepción del propio yo basado e inspirado en esta última, en el orgullo concupiscente, y no en el benevolente, que en ocasiones puede conducir al heroísmo, al entregar la propia vida para salvar la de los demás. Y no sólo eso, lo cual sería explicable, o razonable, de envanecernos por actos o realizaciones propias objetivamente valiosas y transcendentes, pero el quid, la clave de la cuestión, a mi juicio no reside en esto, sino precisamente en envanecerse, o sentirse orgulloso de algo propio que en realidad no tiene ningún valor. Aquí, está la clave. Esa es la verdadera vanidad. Se podría tolerar la vanidad de Cajal o de Severo Ochoa, o la del sabio que mañana encuentre un antídoto radical y definitivo para que la Humanidad pueda librarse del cáncer. No me atrevería yo a llamar vanidad a eso, o a cosas similares, por muy orgulloso se sintiese el artífice, o el protagonista del hecho. Pero, lo otro… Lo otro, es simplemente ridículo.

Y, he aquí, queridos amigos, lectores presuntos o efectivos de este Blog, que hoy mismo ha pasado por delante de mi propia puerta este sentimiento de verdadera y simple vanidad, al abrir el Blog y encontrarme con la sorpresa de que mis anteriores “seguidores”, en número de once, se habían incrementado en uno más. ¡Ya tengo doce!. No está mal, para el año y medio que vengo publicando tonterías, o frivolidades. Pero, resulta también que eso me ha hecho implícitamente comparar tal escasa cifra con la del número de seguidores con que cuentan otros blogs. Los hay de hasta más de 100 seguidores, de 150 y hasta de 170 y el Blog de Don Eduard Punset (desde luego de otra estructura y características) destinado a la divulgación científica, donde no existe este capítulo de “seguidores” instituido por Blogger, lo que sí pueden apreciarse son hasta cerca de 150 comentarios, con bastante frecuencia, relativos a algunas entradas y desde luego casi nunca menos de 50. Esto, digo yo, es que este Blog, y también los otros, de tantos “seguidores”, “comentarios” y comentaristas, interesan a muchas personas, mientras que lo que yo escribo o publico, no le interesa a casi nadie. Y eso es lo que ha provocado mi ataque de vanidad, porque jamás aceptaré que éste pudiera ser de “envidia”, al no contar con ese número de seguidores y comentaristas. La verdad es que, me bastaría tan sólo alguno, o alguna, de mis actuales y fieles seguidores o seguidoras y, por el contrario, si él o ella no lo fueran, me sobrarían todos los demás, aunque se contasen con más dificultad que las arenas del mar. Creo yo que, ciertamente se escribe para que se lea, pero nadie que no escriba, en primer lugar, para sí mismo, debería nunca escribir nada.

En cualquier caso quiero saludar a mis escasos fieles seguidores y celebrar, especialmente, la venida o la llegada de la última de ellos, una señora o señorita norteamericana de 17 años, llamada Angely, que a su corta edad ya es Ingeniero (supongo que, de ser en España, no podría ser “de Caminos”) a la que no he podido agradecer su gentileza, por carecer de toda posibilidad de dirigirme personalmente a ella. Veo que, a estas horas aún continúa y, aunque así no fuese, desde aquí se lo agradezco. Os agradezco a todos muchísimo vuestra fidelidad y me alegro infinito de que seáis tan pocos. Ciertamente, la vanidad, junto con la ambición, ha sido uno de los motores de la Historia. La vanidad de sentirse “importante” por lo que se hace o se dice, más aún quizá que la de “aplastar” a los demás desde el poder político, o desde el poderío económico. Un abrazo a todos, amigos. Os prometo no volver a sufrir más ataques de vanidad.Luis Madrigal.-
Arriba, un gato muy presumido, se mira en un espejo. Más abajo, "La Venus del espejo", de Velázquez.

3 comentarios:

Juan Rizzo dijo...

Hay vanidades y vanidades... Escribir también puede ser un acto de humildad. Hasta me atrevería a decir que aceptar humildemente lo que uno tiene de vano es mucho más sano que una vanidad pudorosa.
(en mi caso me da por hacerme el importante escribiendo cosas como este comentario, jajaja)
Dicho lo cual, te felicito por los seguidores, y ojalá se sigan sumando.
Un abrazo.

Luis Madrigal Tascón dijo...

Muchas gracias, Juan. Tú, no eres nada vanidoso, porque para eso eres un filósofo y, en consecuencia, luchas a diario para en contrar la última causa, la razón última. ¿Cómo fluye hoy el Paraná? Otro abrazo para ti y felicidades por el resultado de las Elecciones legislativas. Luis Madrigal.-

Alicia Abatilli dijo...

Me sumo a Juan.
No importa la cantidad de comentaristas, más bien la calidad.
Esos de quienes hablas, los de 150 comentarios o más... ¿Te pusiste a leer lo que dicen? Sus dueños, muchos bloggers son "ave rapaces de comentarios", no les importa mucho qué dicen sino cuántos son.
Algunos, he notado copian el comentario y van de visita por los blog pegando el mismo.
No es nuestro caso y no lo será jamás.
Mil abrazos.
Alicia