JONÁS
La Primera Lectura litúrgica del pasado Domingo, 22 de Enero, dentro de la Tercera Semana del Tiempo Ordinario, era la tomada del Libro de Jonás (Jonás 3, 1-5.10) Entre los libros proféticos contenidos en la Biblia, puede encontrarse el de Jonás, al que, por su brevísima extensión podría no considerarse propiamente un libro, ni siquiera un “opúsculo”, como diría algún clérigo de los años 50, o algún abad de monasterio cisterciense. En el ejemplar de la Biblia que tengo ante mi vista, ocupa exactamente una sóla hoja, dos páginas, entre las 1.891 de que consta dicho ejemplar. Por otra parte, aunque figura incluido entre los de dicha clase, el libro de Jonás, no es un libro profético propiamente dicho, sino más bien un libro didáctico, algo que se escribe, no para dar testimonio de Dios, precisamente, sino para enseñar cosas acerca de Dios. Porque Jonás, lejos de ser un profeta, pese a ser llamado así en el libro, es más bien todo lo contrario. Profeta (del infinitivo griego “profenomai”, dar testimonio) es el que cumple la voluntad de Dios, y Jonás se esfuerza en hacer todo lo contrario, es el prototipo de resistencia a la voluntad divina. Por tanto, podría decirse que la historia de Jonás es una pura invención, no un mito, pero sí un ejemplo. El ejemplo, y la lección que se desprende de este libro es el de lo que suele suceder cuando el hombre, el ser humano, muestra reiterada y tozudamente su resistencia a Dios. Yahvé ordena a Jonás dirigirse a Nínive la gran ciudad asiria, hiperbólicamente “con un recorrido de tres días”, cercana a la actual Mosul en Irak, donde la inmoralidad y la corrupción campaban sin límite alguno, a fin de prevenir a los ninivitas de que “su maldad ha llegado hasta Mí”. Pero Jonás, no sólo no hace el menor caso, sino que hace exactamente lo contrario, se prepara para huir a Tarsis, que para un hebreo en aquel tiempo era el confín del mundo, la parte más alejada. Con ello, Jonás quiere eludir la misión que Dios le encomienda. En efecto, bajó a Jope y zarpó en un barco rumbo a Tarsis. ¡Que vaya a Nínive, otro!, debió pensar. Pero, en la travesía, se desencadenó una gran tormenta y los marineros, de nacionalidades distintas, rezaban cada uno a su Dios. Jonás, en cambio, había bajado a la bodega del barco y dormía profundamente. Se le acercó el capitán y le dijo, ¿Qué haces tú, que no rezas, acaso no tienes ningún Dios que pueda apiadarse de nosotros? Jonás, respondió diciendo que era hebreo y su Dios era Yahvé, ”Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra”. Los marineros descubrieron que Jonás estaba huyendo de Yahvé, motivo por el cual el mar se había tornado tempestuoso, y Jonás así lo admitió: “Arrojadme al mar y se calmará. Reconozco ser el culpable de esta gran borrasca que os amenaza”. Aquellos hombres cogieron a Jonás, lo arrojaron al mar y el mar cesó en su furia. Pero Yahvé hizo que un gran pez se tragase a Jonás, que estuvo en el vientre de aquél tres días y tres noches. El texto dice, literalmente eso, “un gran pez”, no una ballena, como suele comentarse, aunque desde luego tan sólo un gran cetáceo podría tragarse a un hombre. Desde el vientre del pez, Jonás clamó a Yahvé, su Dios, diciendo: “En mi angustia clamé a Yahvé y él me respondió; desde el seno del abismo grité y tú me escuchaste…”. Entonces Yahvé ordenó al pez que vomitase a Jonás en tierra firme. Jonás se dirigió a Nínive, atravesó la ciudad y estuvo caminando un día entero proclamando: “En el plazo de cuarenta días Nínive será destruida”. En virtud del anuncio, los ninivitas creyeron en Dios, ayunaron, se vistieron de saco y se cubrieron de ceniza, ante lo cual Dios se arrepintió del castigo que había anunciado y no lo ejecutó. ¿Pero que hace Jonás, entonces? ¿Se alegra del perdón que otorga Dios a los ninivitas? ¡No…! Nuevamente se resiste a la voluntad divina, enfureciéndose y recriminando a Yahvé por su misericordia. Y Yahvé le dice: ¿Te parece bien enfurecerte así? Y tampoco termina ahí la cosa. Jonás, salió de la ciudad y construyó una choza, sobre la que Yahvé hizo brotar y crecer una planta de ricino por encima de la cabeza de Jonás, para darle sombra, lo que alegró a Jonás, que se puso muy contento. Mas, al día siguiente, Yahvé envió un gusano, que dañó al ricino y la planta se secó. Salió el sol y con él envió Yahvé un sofocante viento, que atacaron la cabeza de Jonás. Éste comenzó a desfallecer diciendo: “¡Prefiero morirme a estar vivo!”. Dios, dijo a Jonás: ¿Te parece bien enfurecerte? Sí, respondió Jonás, “me parece bien enfurecerme hasta la muerte”. Y Yahvé replicó: “Tú te compadeces de un ricino que no te ha costado hacer crecer… ¿no voy Yo a compadecerme de Nínive, donde viven más de ciento veinte mil personas que no distinguen el bien del mal y una gran cantidad de animales?”. Fin del texto bíblico.
La conclusión parece estar muy clara. Cuando el ser humano se separa del plan de Dios y de la voluntad divina en tal sentido, incluso así, Dios se muestra siempre dispuesto a reparar los males del hombre. Su misericordia es infinita y, aun resistiendo frente a su voluntad, Él insiste y se esfuerza en lograr el bienestar humano. Por lógica deducción contrapuesta, cabe pensar que, si esto es así, cuando el ser humano se vuelve contra Dios, qué no habrá de suceder, si se abandona a esa voluntad, abrazándola y haciéndola suya, aun en medio del dolor, de la tristeza o la desesperanza. Sin duda, el efecto será el del gozo, la alegría y la más firme esperanza en la absoluta felicidad, la que nunca termina, ni contiene la menor brizna de pesar. A esto, se le ha llamado también “santo abandono”. ¡Qué feliz habrá de ser quien sea capaz de hacer tal cosa! Os lo deseo a todos, amigos, de todo corazón, como me lo deseo a mí mismo. Luis Madrigal.-
La conclusión parece estar muy clara. Cuando el ser humano se separa del plan de Dios y de la voluntad divina en tal sentido, incluso así, Dios se muestra siempre dispuesto a reparar los males del hombre. Su misericordia es infinita y, aun resistiendo frente a su voluntad, Él insiste y se esfuerza en lograr el bienestar humano. Por lógica deducción contrapuesta, cabe pensar que, si esto es así, cuando el ser humano se vuelve contra Dios, qué no habrá de suceder, si se abandona a esa voluntad, abrazándola y haciéndola suya, aun en medio del dolor, de la tristeza o la desesperanza. Sin duda, el efecto será el del gozo, la alegría y la más firme esperanza en la absoluta felicidad, la que nunca termina, ni contiene la menor brizna de pesar. A esto, se le ha llamado también “santo abandono”. ¡Qué feliz habrá de ser quien sea capaz de hacer tal cosa! Os lo deseo a todos, amigos, de todo corazón, como me lo deseo a mí mismo. Luis Madrigal.-
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