ODIO AL ANOCHECER
Desde que era una niña, había oído decir en
muchos lugares que el amor era el más maravilloso de los sentimientos y, en
alguno de ellos en particular, la mayor y más sublime de las virtudes. Esto
último, recordaba ahora al pensarlo, solía decirlo casi cada Domingo el Cura de
su pueblo cuando predicaba desde el púlpito, uno de aquellos encumbrados y
empingorotados altozanos, con
antepecho y tornavoz, de madera tallada con figuras y alegorías de El Antiguo Testamento
que, se decía en el pueblo era obra de un tal Guillermo Doncel. Cuando decía lo
que decía sobre el amor, el cura sacaba la mano derecha, estirando el brazo,
que justamente le parecía apuntaba a ella y a su madre, sentadas juntas en el
tercer banco, tras haber propiciado un airoso vuelco de manteo. El manteo, era
la capa anteconciliar que vestían los presbíteros, antes del Concilio Vaticano
II y aquel cura de pueblo, parece ser, había copiado aquel gesto, casi taurino,
de uno de los canónigos de la Catedral de la Diócesis, al que la gente llamaba
“pico de oro”, que siempre predicaba en la Misa de una, sin “roquete” o
“sobrepelliz”, como solían hacer generalmente los demás curas, sino que habitualmente
subía al púlpito con el manteo bajo el brazo, como si se tratase de un capote
de paseo, tal vez para poder practicar aquel gesto tan taurino. Más tarde,
cuando Pilar fue creciendo, pudo oír también muchas veces a muy diversas
personas que eso del amor era muy bonito, pero que generalmente lo que las
gentes solían encontrarse por la calle era más bien odio. Y el odio, no era tan
bonito como el amor, desde luego, pero resultaba mucho más natural y sobre todo
hasta mucho más práctico cuando alguien había propiciado a otro alguna de esas
canalladas que los humanos acostumbran a dispensar a sus prójimos, haciéndolo
además con suma crueldad. Y lo que ella ahora sentía, mientras giraba de un
lado a otro de su cama, sudando copiosamente, mientras un fuego aniquilador
ardía dentro de ella hasta abrasarla, no le parecía precisamente amor, sino el
odio más atrabiliario que jamás hubiese podido pensar llegaría ella a sentir.
Súbitamente, se lanzó de la cama, con un gesto
pavoroso estampado en el rostro, que a ella misma hubiese aterrorizado de haber
dispuesto ante sí de un espejo. A grades saltos, casi como una fiera herida, se
plantó ante un viejo mueble y, de uno de sus cajones, extrajo un bolígrafo y
unas cuartillas. Casi de pie, sin llegar a sentarse cómodamente, Pilar comenzó
a escribir:
“Madre:
Te pido por última vez que me dejes en
paz. No me arrepiento en absoluto de haberte llamado puta, delante de todos,
porque a lo mejor hasta lo eres, y la verdad no puede hacer daño a nadie. Si yo
lo he sido o no, eso no te da derecho a insultar a mis hijos, que al fin y al
cabo son tus nietos. Dile a mi hermana “la buena” que si tú vuelves a meterte
en mi vida de la forma en que lo hiciste el otro día, no sólo volveré a
pegarte, sino que hasta sería capaz de arrastrarte por la calle. No se eligen
las hijas, desde luego, tienes razón, pero mucho menos pueden elegirse las
madres, y si tú no quieres ser la mía, mucho mejor.
Lo siento por mi padre, que siempre se
ha portado bien conmigo, y ha sido el único que ha podido comprenderme, tan
sólo porque ha querido hacerlo, aunque le haya dolido lo que yo haya podido
hacer. Por ti, no siento más que desprecio y asco. Eres una arpía y nunca te ha
importado nada ni nadie, a no ser únicamente tu egoísmo. No me vengas con
monsergas y consejos morales. ¿Acaso no te has dado tú siempre la gran vida a
costa de tu pobre marido, explotándolo y haciéndolo trabajar como a un esclavo?
Si eso no es prostitución, ¿qué es entonces? Dime de qué virtudes tienes tú que
presumir.
Jamás hubiese vuelto a dirigirme a ti
para nada, ni para pedirte un vaso de agua. Pero lo que mi padre acaba de
decirme por teléfono, y no me cabe duda alguna de que lo has dicho, eso no te
lo perdono. Eres una babosa y una miserable, a quien únicamente deseo ver
muerta. Entre tanto, olvídate de mí para siempre, en cualquier caso, pero sobre
todo cuida tu lengua viperina y no vuelvas a lanzar más veneno contra mí,
porque te juro que sería capaz de arrancártela.
Pilar”
Al día siguiente, especialmente demacrada, pero
con un rictus de dureza en el rostro, Pilar me trajo la carta al Despacho, para
pedirme que preparase yo su envío con intervención notarial. Leí cuidadosa y
enteramente aquella carta y, en el legítimo uso del libre ejercicio
profesional, me negué a hacerlo, indicándole se dirigiese a otro Abogado, o
directamente al Notario. Siempre había sospechado que el odio cobraba una
virulencia especial entre personas ligadas por vínculos de sangre, pero no
estaba dispuesto a cooperar en lo más mínimo a reconocerlo. No, nunca, en
nombre del amor.
5 comentarios:
Un relato original y entretenido. Me alegra que siga bien. Mi cordial saludo.
Tremendo relato amigo leonés. Parece como si lo hubieses vivido en primera persona.
Me alegro de volver a leerte en esta nueva versión en prosa.
Un abrazo
¡Dios me libre, querido MAN, de vivir semejante cosa en primera persona! Sí que he podido observar cosas parecidas de cerca y en cabeza ajena. Pero te digo lo que siempre hemos de decir. Hasta ese odio espeluznante aniquilador, puede encontrar remedio mediante la virtud contraria. Un fuerte abrazo, querido Manolo. Luis Madrigal.-
Gracias también a ti, querida Francis. Mi cordial saludo. Luis Madrigal.-
Hola Luis, desconocía tu blog y me ha encantado tu relato, tiene fuerza y desgarro, y sentimientos.
Me ha encantado su lectura, se nota que tienes a las Musas contigo.
Un abrazo, y que ellas no te abandonen nunca.
Muchas gracias, Ángeles, por tu bondadoso elogio. Celebro que te haya gustado. Mi cordial saludo
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