VIVEN MIS
ANGUSTIOSOS SUEÑOS
Hace ya bastantes años, tuve yo la osadía de enfrentarme a la lectura de “La interpretación de los sueños”, de
Sigmund Freud y, aunque puse en ello gran coraje, no puede entender nada de
nada. Por eso, cuando aún no había terminado el segundo volumen -eran tres-
pude descansar al fin, regalándole la trilogía completa a una excelente
estudiante de Psicología, que sin duda podría entender algo, o mucho más que
yo. Pese a que llevo ya una larga temporada, padeciendo sueños -ensoñaciones, como dicen los expertos en la
materia- por cierto nada confortables,
no he lamentado en nada mi “generoso” gesto de donación. Los sueños, esas
historias que parecen reales mientras dormimos
-o quizá justamente mientras no dormimos de verdad- en mi caso jamás han sido placenteras, sino
siempre abrumadoras, cuando no fantasmagóricamente terroríficas y, según me
parece, carecen de toda explicación, por muchas sean las teorías al respecto.
Forman parte del misterio de la vida, quiero pensar, y en consecuencia resultan
tan indescifrables como la vida misma o, más exactamente, como el misterio
mismo en que toda vida humana consiste.
Los sueños que yo vengo padeciendo últimamente, no son especialmente
terroríficos, pero sí llenos de angustia interior, por la abstracción de la que
todos ellos vienen revistiéndose. Ya no se trata de nada concreto, como cuando,
de niño, soñaba que se había muerto mi madre y aquello me sumía en una honda
tristeza, que me hacía verter lágrimas de verdad hasta empapar la almohada; o
cuando me precipitaba sobre el vacío, desde la calle, con un desnivel de cerca
de veinte metros, yendo siempre a parar sobre unos troncos, o sobre una torres
de tablas en las que aquéllos se habían convertido tras el corte oportuno, en
la serrería de la fábrica de maderas colindante con mi domicilio. Calle de La
Sierra, se llamaba entonces, en León, aquella humilde calle de mi niñez,
convertida después, cuando yo ya vivía en Madrid, en Calle del Maestro Uriarte.
El cambio de nombre, aunque yo ya no vivía allí, me hizo muy feliz, y hasta
sentirme presuntuoso, porque el Maestro Uriarte, nada tenía que ver con los
aserraderos de madera. Había sido el Maestro de Capilla de la Catedral de León
y al mismo tiempo el autor del Himno a la Virgen del Camino, Patrona del Viejo
Reino.
Ahora no, los sueños consisten en “nada”, bajo la apariencia de
indescifrables representaciones, como todo lo abstracto, sin perro fiero o toro bravo alguno que me persiga mientras mis piernas se encuentran paralizadas, o no
alcanzan a desplegar la velocidad suficiente para escapar del peligro. Ya no se
trata de eso. Ahora, en mis últimos sueños, soy una especie de sujeto
extraviado en muy distintos laberintos, casi mágicos, llenos unas veces de
descomunales construcciones, que casi tocan el cielo, tirando a barrocas,
aunque no exactamente, sino mucho más “afiligranadas”, que ya hubiese querido
don Antonio Gaudí haber soñado en ellas cuando proyectó la Sagrada Familia. Yo, vago sin
solución, ni salida posible en estos megalaberintos, supercargados de motivos y
sutiles matices, que aparentemente creo conocer o recordar, pero que nunca me
permiten encontrar “la salida”, hasta que el sueño desaparece y me palpo a mi
mismo. Entonces, recupero la calma, pero no consigo eliminar el sudor de mi
frente, que persiste por algún tiempo.
En otras ocasiones, mis sueños llegan a tal extremo que nunca hubiese
podido imaginar. Es como “rizar el rizo”. Sueño que estoy soñando, pero sin
soñar en nada, lo que, tal vez, a los psicólogos les parecerá imposible, pero
yo puedo asegurar que así es. Y este tipo de sueños resultan aún mucho más
angustiosos, pese a tener por mi parte la certeza de que lo que me está
angustiando, sin ser nada -sin seña ni
rostro- no es más que un sueño.
Esta última noche, he tenido un sueño, no tan agobiante, pero que sí podría
estar emparentado con la realidad más honda de todo ser humano. Tanto, que, al
despertar, me ha llevado -ya totalmente
en estado de vigilia- a las primeras
palabras con las que da comienzo el Eclesiastés, el Libro sagrado tal vez de
mayor sabiduría, dentro de los libros bíblicos sapienciales, de los que forma
parte, y que ahora mismo, mientras escribo esto, tengo a la vista. Este último
sueño, exclusivamente en lo relativo al lugar de la acción, alcanzaba una
mínima concreción. Yo me encontraba en París, ciudad muy apropiada, quizá la
única en el mundo, para representar las más etéreas fantasías que nunca son
realidad. A París, se la llama, sobre todo en los prospectos de las agencias de
viaje,“la Ciudad de la luz”, cuando
siempre que yo he estado en ella, el cielo se encontraba borrascosamente
nublado. Si ésta es la ciudad de la luz
-pensé en una de ellas- ¡cómo habría
de llamarse a Valencia, a Barcelona o incluso a Madrid…! Necesariamente, si de
luz ha de tratarse, la denominación tan sólo podría tener sentido y explicación -me proponía yo entonces razonar el por qué de
tan falsa advocación- por razón de la
“luz eléctrica”, sin perjuicio de la Ilustración y del “siglo de las luces”, al
recordar de pronto también, con toda justicia y coherencia, otras luces de
mucha mayor luminosidad.
El caso es que allí, en “la bella
Parisi”, como también suelen llamarla los italianos, al lado mismo de la controvertida
Pirámide del arquitecto chino leoh Ming Pei, en el centro de gravedad del patio
del Museo del Louvre, se apiñaba una gigantesca masa humana, de todos los sexos
y condiciones. Supuse, sobre la marcha, que también de toda orientación sexual,
porque indudablemente allí tenía que concurrir una cantidad proporcional de
homosexuales. Seguramente muchos más, tratándose de París. La masa era, muy en general de
un color gris plúmbeo, como es el color de todas las masas, con inmisiones
cromáticas, a ráfagas, de gris marengo y hasta del negro más lúgubre. También,
muy de vez en vez, en la casi infinita distancia, dado el también casi infinito
tamaño de la gigantesca mole humana, podían observarse betas azuladas y
blanquecinas como la nieve, que serpenteaban entre la inmensa multitud, haciéndose
notar desde muy lejos. La ciclópea masa, aunque informe, se movía pesadamente en una
tendencia dinámica ascendente, porque cada uno de aquellos seres
antropomórficos pretendía subir más alto que los otros, y muchos de ellos
utilizaban los codos, clavándolos en los hombros y los costados ajenos para
tratar de progresar alzándose a una altura superior a la que ocupaban. Algunos,
sin saber por qué, ya casi tocaban el cielo, aunque allí el color de la masa tampoco
se confundía precisamente con el del azulado toldo celeste, sin que yo pudiese
calcular cual podría ser la altura. Todos o casi todos los humanoides de las
capas más bajas, entre los que por desgracia yo mismo me encontraba, entre un
aroma no precisamente propio del que destilan las flores, sino más bien fétido
y pestilente, tenían la obsesión de contemplarse a si mismos en una especie de
espejos mugrientos, plagados de telarañas en las esquinas, atusando su aspecto
con una mano -tanto las mujeres como los hombres- y componiendo su figura. Casi
ninguno formulaba el menor comentario acerca del aspecto que presentaban los
otros, si éstos a su vez no hacían, recíprocamente lo propio respecto a sí mismos, si bien
también podía oír yo, a medida que me cruzaba con unos u otros grupos, loables
salutaciones, sin duda no sólo falsas sino gratuitas y cínicas, acerca del
aspecto de sus acompañantes. En el caminar ascendente sobre una montaña virtual,
de inclinadas lomas, casi al modo de un hercúleo y titánico tornillo, por cuyas
muescas de miles de kilómetros progresaba lentamente aquella masa, podían verse
distintos indicadores ante la ruta a la que conducían. “Los inválidos”; “Los
deficientes mentales”; “Los tontos”,
etc… Allá arriba, entre luces celestiales, ya a las puertas del empíreo, podía
leerse también otro gigantesco cartel: “Los
mejores”. ¿Serían aquéllos los “aristoi” de la Grecia clásica, educados por
Platón y Aristóteles? Por un momento, tuve la sensación de comenzar a
vislumbrar rostros bien conocidos y admirados desde mi niñez, pero no. Allí, en
el pináculo de la gloria, tan sólo podían verse gentes más bien espesas y
lanares, muchas de las cuales habían llegado a ministros, o a “ministras”,
incluso a Presidentes del Gobierno; a académicos de la Lengua o a Premio
Cervantes. Incluso, alguno de ellos, a Premio Nobel de Literatura. Yo, seguía
entre los de las revueltas ascendentes de muy abajo, hasta el punto de que, de
pronto, pude leer, enfrente de mí, ya traspasado el cartel de “los peores”, un
terrorífico rótulo indicador: “A las
Cloacas de París”. Un sudor muy frío recorrió todo mi ser dormido, y me
desperté aterrorizado, de golpe, al tiempo de proferir un dramático grito, casi
un alarido como esos que suelen utilizarse para los efectos especiales de las
películas de terror. Curiosamente, también de modo simultáneo, toda aquella
informe y nebulosa masa, se derrumbaba, desde lo más alto, sepultando incluso
la cristalina Pirámide de Pei. Al verme despierto, ya sin sudor y en calma, acudí
muy despacio y dentro de un reparador estado de paz a la estantería en la tengo
siempre depositado un Libro editado ya hace años en Bilbao por Desclée de
Brouwer: “BIBLIA DE JERUSALÉN, Nueva
edición revisada y aumentada”. Encontré pronto la página 957, de
la edición de 1998, en la que se inserta el Libro del Eclesiastés y pude una
vez más, bien despierto, leer sus primeras palabras: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué saca el hombre de toda su
fatiga, con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra viene; pero la
tierra permanece donde está. Sale el sol, se pone el sol; corre hacia su lugar
y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira al norte; gira
que te gira el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y
el mar nunca se llena… Todas las cosas cansan. Nadie puede decir que no se
cansa el ojo de ver ni el oído de oír…”
Al reflexionar nuevamente sobre estas palabras, mi ser volvió a la relativa
alegría de la vida normal, cuando ésta no está sujeta a la esclavitud del dolor
más lacerante. Pero sobre todo, a la paz y el sosiego que proporciona el pensar
que todo es mentira -por mucho pueda
creerse que esto es un mal- hasta quizá
la misma vida, que no puede tener importancia puesto que conduce a la vejez y concluye
con la muerte. La fe en lo que ha de venir después, es lo único que puede
mantener verdaderamente vivo y alegre al hombre.
Luis
Madrigal
La interpretación musical del vídeo precedente corre a cargo de la Orquesta Sinfónica del Suroeste, Baden Baden, bajo la dirección de Carl Schuricht, publicada en la Colección Classical Plus de Planeta Agostini. Hemos podido escuchar esta versión merced a la inquietud y exquisito gusto musical de "Sinalefa Sinalefa", a quién desde aquí deseo mostrar mi gratitud.
1 comentario:
Me ha gustado el texto y, suscribo el último párrafo.
La música, maravillosa. Gracias y buenas noches, amigo Luis.
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