lunes, 24 de febrero de 2014

MIENTRAS DUERME LA NOCHE



VIVEN MIS ANGUSTIOSOS SUEÑOS

Hace ya bastantes años, tuve yo la osadía de enfrentarme a la lectura de “La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud y, aunque puse en ello gran coraje, no puede entender nada de nada. Por eso, cuando aún no había terminado el segundo volumen  -eran tres-  pude descansar al fin, regalándole la trilogía completa a una excelente estudiante de Psicología, que sin duda podría entender algo, o mucho más que yo. Pese a que llevo ya una larga temporada, padeciendo sueños  -ensoñaciones, como dicen los expertos en la materia-  por cierto nada confortables, no he lamentado en nada mi “generoso” gesto de donación. Los sueños, esas historias que parecen reales mientras dormimos  -o quizá justamente mientras no dormimos de verdad-  en mi caso jamás han sido placenteras, sino siempre abrumadoras, cuando no fantasmagóricamente terroríficas y, según me parece, carecen de toda explicación, por muchas sean las teorías al respecto. Forman parte del misterio de la vida, quiero pensar, y en consecuencia resultan tan indescifrables como la vida misma o, más exactamente, como el misterio mismo en que toda vida humana consiste.

Los sueños que yo vengo padeciendo últimamente, no son especialmente terroríficos, pero sí llenos de angustia interior, por la abstracción de la que todos ellos vienen revistiéndose. Ya no se trata de nada concreto, como cuando, de niño, soñaba que se había muerto mi madre y aquello me sumía en una honda tristeza, que me hacía verter lágrimas de verdad hasta empapar la almohada; o cuando me precipitaba sobre el vacío, desde la calle, con un desnivel de cerca de veinte metros, yendo siempre a parar sobre unos troncos, o sobre una torres de tablas en las que aquéllos se habían convertido tras el corte oportuno, en la serrería de la fábrica de maderas colindante con mi domicilio. Calle de La Sierra, se llamaba entonces, en León, aquella humilde calle de mi niñez, convertida después, cuando yo ya vivía en Madrid, en Calle del Maestro Uriarte. El cambio de nombre, aunque yo ya no vivía allí, me hizo muy feliz, y hasta sentirme presuntuoso, porque el Maestro Uriarte, nada tenía que ver con los aserraderos de madera. Había sido el Maestro de Capilla de la Catedral de León y al mismo tiempo el autor del Himno a la Virgen del Camino, Patrona del Viejo Reino.

Ahora no, los sueños consisten en “nada”, bajo la apariencia de indescifrables representaciones, como todo lo abstracto, sin perro fiero o toro bravo alguno que me persiga mientras mis piernas se encuentran paralizadas, o no alcanzan a desplegar la velocidad suficiente para escapar del peligro. Ya no se trata de eso. Ahora, en mis últimos sueños, soy una especie de sujeto extraviado en muy distintos laberintos, casi mágicos, llenos unas veces de descomunales construcciones, que casi tocan el cielo, tirando a barrocas, aunque no exactamente, sino mucho más “afiligranadas”, que ya hubiese querido don Antonio Gaudí haber soñado en ellas cuando proyectó la Sagrada Familia. Yo, vago sin solución, ni salida posible en estos megalaberintos, supercargados de motivos y sutiles matices, que aparentemente creo conocer o recordar, pero que nunca me permiten encontrar “la salida”, hasta que el sueño desaparece y me palpo a mi mismo. Entonces, recupero la calma, pero no consigo eliminar el sudor de mi frente, que persiste por algún tiempo.

En otras ocasiones, mis sueños llegan a tal extremo que nunca hubiese podido imaginar. Es como “rizar el rizo”. Sueño que estoy soñando, pero sin soñar en nada, lo que, tal vez, a los psicólogos les parecerá imposible, pero yo puedo asegurar que así es. Y este tipo de sueños resultan aún mucho más angustiosos, pese a tener por mi parte la certeza de que lo que me está angustiando, sin ser nada  -sin seña ni rostro-  no es más que un sueño.

Esta última noche, he tenido un sueño, no tan agobiante, pero que sí podría estar emparentado con la realidad más honda de todo ser humano. Tanto, que, al despertar, me ha llevado  -ya totalmente en estado de vigilia-  a las primeras palabras con las que da comienzo el Eclesiastés, el Libro sagrado tal vez de mayor sabiduría, dentro de los libros bíblicos sapienciales, de los que forma parte, y que ahora mismo, mientras escribo esto, tengo a la vista. Este último sueño, exclusivamente en lo relativo al lugar de la acción, alcanzaba una mínima concreción. Yo me encontraba en París, ciudad muy apropiada, quizá la única en el mundo, para representar las más etéreas fantasías que nunca son realidad. A París, se la llama, sobre todo en los prospectos de las agencias de viaje,“la Ciudad de la luz”, cuando siempre que yo he estado en ella, el cielo se encontraba borrascosamente nublado. Si ésta es la ciudad de la luz  -pensé en una de ellas- ¡cómo habría de llamarse a Valencia, a Barcelona o incluso a Madrid…! Necesariamente, si de luz ha de tratarse, la denominación tan sólo podría tener sentido y explicación  -me proponía yo entonces razonar el por qué de tan falsa advocación-  por razón de la “luz eléctrica”, sin perjuicio de la Ilustración y del “siglo de las luces”, al recordar de pronto también, con toda justicia y coherencia, otras luces de mucha mayor luminosidad.

El caso es que allí, en “la bella Parisi”, como también suelen llamarla los italianos, al lado mismo de la controvertida Pirámide del arquitecto chino leoh Ming Pei, en el centro de gravedad del patio del Museo del Louvre, se apiñaba una gigantesca masa humana, de todos los sexos y condiciones. Supuse, sobre la marcha, que también de toda orientación sexual, porque indudablemente allí tenía que concurrir una cantidad proporcional de homosexuales. Seguramente muchos más, tratándose de París. La masa era, muy en general de un color gris plúmbeo, como es el color de todas las masas, con inmisiones cromáticas, a ráfagas, de gris marengo y hasta del negro más lúgubre. También, muy de vez en vez, en la casi infinita distancia, dado el también casi infinito tamaño de la gigantesca mole humana, podían observarse betas azuladas y blanquecinas como la nieve, que serpenteaban entre la inmensa multitud, haciéndose notar desde muy lejos. La ciclópea masa, aunque informe, se movía pesadamente en una tendencia dinámica ascendente, porque cada uno de aquellos seres antropomórficos pretendía subir más alto que los otros, y muchos de ellos utilizaban los codos, clavándolos en los hombros y los costados ajenos para tratar de progresar alzándose a una altura superior a la que ocupaban. Algunos, sin saber por qué, ya casi tocaban el cielo, aunque allí el color de la masa tampoco se confundía precisamente con el del azulado toldo celeste, sin que yo pudiese calcular cual podría ser la altura. Todos o casi todos los humanoides de las capas más bajas, entre los que por desgracia yo mismo me encontraba, entre un aroma no precisamente propio del que destilan las flores, sino más bien fétido y pestilente, tenían la obsesión de contemplarse a si mismos en una especie de espejos mugrientos, plagados de telarañas en las esquinas, atusando su aspecto con una mano -tanto las mujeres como los hombres- y componiendo su figura. Casi ninguno formulaba el menor comentario acerca del aspecto que presentaban los otros, si éstos a su vez no hacían, recíprocamente lo propio respecto a sí mismos, si bien también podía oír yo, a medida que me cruzaba con unos u otros grupos, loables salutaciones, sin duda no sólo falsas sino gratuitas y cínicas, acerca del aspecto de sus acompañantes. En el caminar ascendente sobre una montaña virtual, de inclinadas lomas, casi al modo de un hercúleo y titánico tornillo, por cuyas muescas de miles de kilómetros progresaba lentamente aquella masa, podían verse distintos indicadores ante la ruta a la que conducían. “Los inválidos”; “Los deficientes mentales”; “Los tontos”, etc… Allá arriba, entre luces celestiales, ya a las puertas del empíreo, podía leerse también otro gigantesco cartel: “Los mejores”. ¿Serían aquéllos los “aristoi” de la Grecia clásica, educados por Platón y Aristóteles? Por un momento, tuve la sensación de comenzar a vislumbrar rostros bien conocidos y admirados desde mi niñez, pero no. Allí, en el pináculo de la gloria, tan sólo podían verse gentes más bien espesas y lanares, muchas de las cuales habían llegado a ministros, o a “ministras”, incluso a Presidentes del Gobierno; a académicos de la Lengua o a Premio Cervantes. Incluso, alguno de ellos, a Premio Nobel de Literatura. Yo, seguía entre los de las revueltas ascendentes de muy abajo, hasta el punto de que, de pronto, pude leer, enfrente de mí, ya traspasado el cartel de “los peores”, un terrorífico rótulo indicador: “A las Cloacas de París”. Un sudor muy frío recorrió todo mi ser dormido, y me desperté aterrorizado, de golpe, al tiempo de proferir un dramático grito, casi un alarido como esos que suelen utilizarse para los efectos especiales de las películas de terror. Curiosamente, también de modo simultáneo, toda aquella informe y nebulosa masa, se derrumbaba, desde lo más alto, sepultando incluso la cristalina Pirámide de Pei. Al verme despierto, ya sin sudor y en calma, acudí muy despacio y dentro de un reparador estado de paz a la estantería en la tengo siempre depositado un Libro editado ya hace años en Bilbao por Desclée de Brouwer: “BIBLIA DE JERUSALÉN, Nueva edición revisada y aumentada.  Encontré pronto la página 957, de la edición de 1998, en la que se inserta el Libro del Eclesiastés y pude una vez más, bien despierto, leer sus primeras palabras: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué saca el hombre de toda su fatiga, con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra viene; pero la tierra permanece donde está. Sale el sol, se pone el sol; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira al norte; gira que te gira el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena… Todas las cosas cansan. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír…”

Al reflexionar nuevamente sobre estas palabras, mi ser volvió a la relativa alegría de la vida normal, cuando ésta no está sujeta a la esclavitud del dolor más lacerante. Pero sobre todo, a la paz y el sosiego que proporciona el pensar que todo es mentira  -por mucho pueda creerse que esto es un mal-  hasta quizá la misma vida, que no puede tener importancia puesto que conduce a la vejez y concluye con la muerte. La fe en lo que ha de venir después, es lo único que puede mantener verdaderamente vivo y alegre al hombre.

Luis Madrigal





La interpretación musical del vídeo precedente corre a cargo de la Orquesta Sinfónica del Suroeste, Baden Baden, bajo la dirección de Carl Schuricht, publicada en la Colección Classical Plus de Planeta Agostini. Hemos podido escuchar esta versión merced a la inquietud y exquisito gusto musical de "Sinalefa Sinalefa",  a quién desde aquí deseo mostrar mi gratitud.

1 comentario:

María Bote dijo...

Me ha gustado el texto y, suscribo el último párrafo.

La música, maravillosa. Gracias y buenas noches, amigo Luis.