Y ALIMENTO
COMPARTIDO
Me han segado la hierba
del jardín, como todos los años por estas fechas y, entre el rastrojo que
siempre sigue a la siega, he visto esta tarde a muy escasos metros compartir el
alimento a un mirlo, una paloma y un gorrión. Me ha parecido una escena
emocionante. Propia de los animales, por lo que parece, mucho más que del ser
humano. He sentido envidia de ellos. Tres especies tan distintas y sin embargo, lejos de agredirse disputándose
lo que fuere podían llevarse a sus picos, cooperaban entre sí en la búsqueda de
lo que pudiera alimentarlos. ¿Será posible, Dios mío, que sólo el hombre,
creado a imagen divina, sea capaz de perderse por su irreflexiva razón y de
salvarse por el puro instinto del animal que es? Sin pensarlo, en el fondo, me
parecía por ello estar viendo a un árabe, a un palestino de la Franja de Gaza,
y a un judío del Estado de Israel, cantando, más que alimentándose, a impulsos de
la batuta de Daniel Baremboin, con letra de Edward Said. Suele decirse que una
utopía es o consiste en la persecución de algo imposible. Pero yo creo que no
es verdad eso, sino que más bien una utopía consiste esencialmente en la
persecución de un ideal que nunca se realiza, pero continúa persiguiéndose. Tal
vez así pueda construirse el concepto, por negación de sí mismo, en una aporía
similar a la de Aquiles y la tortuga.
Eran muy pocos los años
que yo contaba por entonces, cuando ya, a través de la radio -mi provinciana y entrañable EAJ63, Radio
León- pude saber por vez primera quién
era el General Moshé Dayán, aquel hombre del parche en el lugar que había
ocupado su ojo izquierdo y excelente militar, formado en Inglaterra, más tarde
Ministro de la Guerra de Israel. Y desde entonces, a veces con más extensos
lapsos de tiempo de paz, no hay manera de que este maravilloso don,
imprescindible para alcanzar la armonía de la perfección humana, se instale definitivamente en el alma de los
contendientes. No seré yo quien incurra en la frívola afirmación de ningún
pronunciamiento de culpabilidad hacia uno u otro bando, que sin duda concurrirá
por ambas partes. Pero lo que es absolutamente cierto es que los que son
totalmente inconscientes, y sobre todo absolutamente inocentes, son los niños a
quienes se refugia en templos o escuelas y que reciben en sus débiles cuerpos
los estragos de las bombas. Aunque se les utilice como meros instrumentos -ahora se dice “escudos humanos”- por parte de unos padres humanamente inhumanos.
Luis Madrigal
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