Todo lo
que se sabe de las ovejas lo ha dicho el hombre, los biólogos, zoólogos,
veterinarios, ganaderos y pastores de rebaños trashumantes. Las ovejas, ovejas
son, no pueden ser águilas, ni tigres de Bengala. Cada ser es lo que es, del mismo
modo que la nada es lo que no es. De las ovejas podemos decir que es cierto
todo cuanto de ellas ha dicho el hombre. ¿Pero, y del hombre? Porque, también
todo lo que sabemos de él lo ha dicho únicamente el propio hombre. Es decir que
el hombre soy yo y yo soy el que digo qué soy y cómo soy. Y aunque el que lo
diga de mí sea otro hombre, sucede lo mismo, puesto que, si es un hombre, es
exactamente igual a mí. Por tanto, en cualquier caso el sujeto que dice y lo
dicho son el mismo y es casi lo mismo que estar en el patio de butacas y al
mismo tiempo en el escenario. Y esto, no es posible, o no puede funcionar así,
no hay ninguna garantía de que lo que el hombre ha dicho de sí mismo pueda ser
realidad, porque de todos los seres de la creación, o de la naturaleza, con
minúscula, del cosmos geobotánico -para
no ofender a nadie- el hombre es el
único que no puede ser sabido. Puede serlo, desde luego, y con algunas o muchas
limitaciones, en su entidad somática, sus pulmones, su hígado y su páncreas,
sus sistemas circulatorio u óseo, en suma toda su estructura corporal. Puede
ser conocido por fuera, pero no tanto por dentro, donde resulta un misterio
absoluto para sí mismo, tal vez porque no le gusta nada investigar dentro de sí
mismo.
El caso de
las ovejas, seguramente, resulta muy sencillo. Las ovejas, salen de su aprisco
hacia los pastos y regresan a él hasta el día siguiente. No sabemos si piensan
o no (hay animales que indudablemente piensan en un sentido lineal, aunque no
reflejo, o reflexivo), pero lo más probable es que no lo hagan, o en todo caso
no pueden dominar el mundo que les rodea, ni determinar su propia vida. Van una
tras otra y repiten casi mecánicamente las mismas cosas que hacen las demás.
Por eso se dice en ocasiones, de algunos humanos, que son como las ovejas, es
decir unos borregos, sin pretender referirse con ello a esos animalitos tan
tiernos, casi de peluche que son los corderos cuando tienen de uno a dos años,
sino a todo hombre que se somete gregariamente a la voluntad ajena. O al capricho,
la tiranía, la injusticia, la torpeza, el egoísmo o el mal gusto de otro. Y
también al buen gusto o a la virtud misma de otro, por qué no, puesto que
también existen “hombres buenos” si bien en la exacta medida en que lo son otros.
Casi como las ovejas, haciendo lo mismo que hacen las de su propio rebaño.
Cuando
Gabriel Tarde (el sociólogo francés que afirmó ser únicamente sociales los
actos imitativos) escribió en 1890, su obra cumbre, “Les lois de la imitation”, no se refería precisamente a las ovejas,
sino al hombre. Naturalmente al hombre que vive en sociedad, dentro de ese
ámbito imprescindible para hacer su vida, o al menos para satisfacer sus
necesidades materiales de forma más cómoda y abundante. Pero, al propio tiempo,
se refería al obrar por imitación tan
sólo en lo que atañe a los actos más superficiales y externos de los seres
humanos, como vestir de cierto modo, fumar de determinada manera, o emplear
unos u otros modos de cortesía, como el saludo; o de etiqueta y ceremonial,
como el comer en uno u otro tipo de restaurante y de una u otra manera. En
definitiva, más o menos, a no utilizar la pala del pescado para rascarse la
espalda, como hizo aquel ministro del PSOE que se nombró Catedrático de
Universidad a sí mismo. Gabriel Tarde, supera la dirección bio-analógica de la Sociología de Hans
Freyer, consistente en descubrir la realidad social como sistema mecánico de
fuerzas o impulsos, distinguiendo entre los actos humanos, propiamente
personales, de los actos sociales, de tal manera que únicamente son de este
último carácter aquellos que no son elegidos o “inventados” por nosotros, sino
los actos imitados. Lo social es
únicamente lo imitado. “La societé c´est
l´imitation”.
Puede ser
que la sociedad sea y haya sido siempre así. Pero, ¿y el hombre? Porque, éste
necesita vivir en la sociedad, pero la sociedad no es el hombre. Yo vivo en la
sociedad, pero no soy la sociedad. Yo, tan sólo soy un hombre. Y volviendo al
principio de esta misma reflexión, todo lo que sabemos del hombre -de todo hombre de ayer y de hoy- nos lo ha dicho el propio hombre y, por la
razón ya indicada, ello no constituye garantía alguna de certeza. Nos dijeron,
cuando el sistema solar era un paradigma, que la tierra era el centro del
universo y el centro de la tierra era el hombre. Falso. Si hoy, ahora mismo,
pudiese aparecer en cualquier foro intelectual o académico de Madrid o de Nueva
York un hombre, no digamos ya un australopiteco
-porque éste casi todavía se encontraba en los árboles- sino un hombre del Paleolítico, todos podrían
reconocerle como a un hombre, pero no a la inversa. A él le fulminaría, mucho
más que podría haberlo hecho el rayo que le permitió descubrir el fuego, la
simple visión de lo que le circundaba, hasta tal punto que se negaría a
reconocer que los circundantes eran de su misma raza. Y sin embargo serían sus
nietos. Unos nietos de varios millones de años transcurridos. Y el hombre de
dentro de un millón de años, o de tan sólo de medio millón, o quizá tal vez de
menos de cincuenta mil años, ¿nos reconocería a nosotros como sus abuelos;
podríamos no asustarnos nosotros de su ser?
Fue Heidegger (“Sein und Zeit”),
quien descubrió el gran misterio del hombre, pero tan sólo en cuanto a que no
es posible saber qué es, y en consecuencia resulta indefinible, porque siempre
se está haciendo, nunca está acabado, tan sólo se acaba cuando se le termina el
tiempo y, como dice con gran agudeza Oliver Montserrat, “cuando está acabado, ya no está”. Nadie sabe, pues, qué es el
hombre, nadie podría definirlo, pero lo que sí cabe afirmar es que, ya en este
momento, entre nosotros, en la
Humanidad , hay alguien que será hombre de una manera
cualitativa y esencialmente distinta a lo que hoy somos nosotros, pese a que
tampoco entonces pueda ser definido, y pese a ser tan hombre como el del
Paleolítico y como nosotros mismos.
Pero esto
no será fruto de la imitación, es decir, de la masificación, lanar y
nauseabunda, sino de la reflexión individual y sobre todo de apartar la mirada
de las cosas del exterior para concentrarla dentro. Nunca supo más el hombre de
todo lo que está fuera de él, como tan poco, es decir, nada, de lo que está
dentro, de sí mismo. Porque eso que llamamos “yo”, no es lo que sabemos de nosotros, sino que es más, mucho más -infinitamente más- lo que no sabemos, y muy posiblemente en el interior
de cada hombre, en lo más hondo de su espíritu, se encuentran muchas más
verdades de las descubiertas y sabidas acerca de lo que está fuera de él. Volviendo
a la Sociología ,
no a la de las encuestas, sino a la Filosofía social, fue Ortega quien descubrió la
necesidad de la masa en la sociedad, pero tan sólo cuando acepta su papel de
masa. Cuando se rebela frente a la minoría egregia que la fermenta y
la convierte en una verdadera sociedad, entonces se invertebra y destruye a sí misma. A esto, desde ya hace algún
tiempo algunos lo llaman “clasismo” o
“elitismo”, como si la pirámide, para
poder ser pirámide, no necesitase tener base y cúspide, o las aves tener alas
para poder volar.
Luis Madrigal
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