SOBRE LA CABEZA DEL MONSTRUO
Un buen amigo me advierte con urgencia del inminente
peligro que acecha a la nación española y, en consecuencia, de la necesidad de
defenderse enérgicamente de él con el mismo carácter urgente. De conjurarse sin
dispersar la munición, ni gastar pólvora en salvas, tan sólo para hacer ruido.
Sin gastar bromas ni hacer chistes acerca de su inmediata presencia, por
ridícula que parezca. Y, sobre todo -en
esto insiste mucho- sin hacer sonar los
viejos tambores, los que tronaron por vez primera en el asalto al Palacio de
Invierno, sino los más próximos y cercanos en el tiempo, los que ahora mismo
resuenan y dejan oír su dramático acento, desde Cuba y Venezuela. Me dice que,
en esta hora -que, por lo que se refiere a España, a mí me parece tan sólo
estúpida- en realidad, bajo esta misma apariencia de frivolidad e
inconsistencia intelectual y humana, se esconde un grave peligro de destrucción
progresiva de todo. No sólo del llamado estado del bienestar general, e incluso
de la esperanza de rescatar de su actual y penosa situación a quienes sufren el
flagelo de la pobreza o hasta la miseria. Está en peligro también, sobre todo,
el don ontológico supremo de la libertad. Sinceramente, me parece una
exageración. Pero dice también mi amigo -y en esto yo estoy por completo de
acuerdo- que el tristemente famoso eslogan según el cual debe haber, en todo
momento libertad, “incluso para los enemigos de la libertad”, es un
dogma éticamente falso y altamente peligroso.
Siempre he pensado que las
sociedades libres deberían blindarse contra este peligro mediante la
ilegalización prima facie, a los
primeros síntomas, de todo cuanto simplemente huela a “eso” o pueda ser identificado por su tóxico aroma, y no cuando ya
es demasiado tarde. Porque, dice él, y creo que yo también lo comparto, que eso
es lo que pretenden ahora mismo tales canallescos enemigos. Pasar por gentes tan
inofensivas como ineficaces, dado su objetiva escasa entidad y talante, su
falta de madurez y hasta su infantilismo, cuando no su aspecto de titiriteros,
más que de artistas de circo. Lo hacen, dice mi amigo, para que se produzca el
patológico fenómeno social consistente en que, lo que Don José Ortega y Gasset
llamaba “la masa”, se imponga sobre “la minoría egregia” que ha
de fermentarla y construir una auténtica sociedad y no un apestoso bodrio de
hedionda convivencia social, de miseria colectiva y de caos. Porque es que,
además, esta “chusma irredenta y canalla”, como les llamó Friedrich
Engels en aquella carta a su íntimo amigo Don Carlos Marx, y ello es lógico y
natural, en el orden práctico, ni dice qué quiere hacer ni cómo, muy
probablemente porque no sabe hacer nada de nada. ¿Cómo podría ni tan siquiera
pisar, en mangas de camisa, con coletas, rizos y tirabuzones, las alfombras de
las embajadas europeas? ¿Se lo ha preguntado alguien? Me dijo una buena mujer
que pegaba carteles en una pared, que eran “doctores” y puede que lo
sean, pero tengo entendido que lo son en esas ciencias que no existen y que
alguna de sus tesis doctorales versó sobre el modo de promover tumultos
callejeros, tender barricadas y fabricar cócteles Molotov. ¿Se han dado cuenta
esos cinco millones que, si ahora pasa alguien hambre, después nos moriríamos
todos de ella, sin necesidad de ir a Portugal
-como los venezolanos a Colombia-
para poder comprar papel higiénico? Claro que, hay que pensar
lógicamente, no haría ninguna falta, con arreglo a los principios digestivos
rigurosamente fisiológicos.
En resumidas cuentas, que aunque el Monstruo parezca,
y sea, un “monstruito”, no hay que fiarse. Dice mi amigo que, además de
saturar el blanco, es preciso hacerlo sobre la cabeza, pese a tener la
impresión de que todos y cada uno de estos individuos son algo parecido a los
tan actualmente de moda payasos malos, llamados “diabólicos”, y también
“asesinos”. Estos, los de aquí y ahora, todavía no han asesinado a
nadie, según la larga y reiterada costumbre histórica de los partidarios de las
teorías que enarbolan. Pero, dice mi amigo, que no hay que fiarse. Lo de “saturar
el blanco”, en realidad me parece un término artillero, más que de
infantería, la Gloriosa Infantería Española, en la que yo me eduqué
militarmente, y de la que aún soy
-supongo- Oficial de Complemento,
aunque tal vez ya no lo sea. Es igual, si ya no lo soy, me nombro a mí mismo,
me constituyo en esta función o -incluso
mejor- me hago soldado raso autónomo,
más o menos en el mismo orden de cosas en que, entre los postulados básicos y
esenciales de uno de estos partidillos de moda está el de que “el servicio
de orden, más que para establecer el orden, está para defenderse de la Guardia
Civil”.
Lo que no voy a permitir es que, esta vez, me cojan
durmiendo de nuevo. Ya no tengo licencia de armas, eso sí lo sé, pero aún
conservo mi viejo sable y, en su caso, Dios no lo quiera, no pienso tomarlo con
los dedos por la hoja, como hacía en las paradas y desfiles militares.
Con todo ello, espero haber advertido acerca de las
inquietudes de mi amigo, mejor o peor, más o menos como Don Antonio Hernando,
creo que así se llama este señor, cumplió más que brillante y lúcidamente el
del Comité Federal del PSOE. Por cierto, por una vez, muchas gracias a este
histórico partido político español. En esta ocasión, verdaderamente, ha dado
muestras de sentido común y de auténtico patriotismo. En lo sucesivo, no tendré
inconveniente alguno en otorgarle mi voto.
De momento, únicamente aprovecho para desagraviarle de
las miserables ofensas causadas en el reciente debate de investidura a la
Presidencia del Gobierno, aunque el individuo agraviante carezca de la más
mínima entidad personal para poder hacerlo. En general, me parece bueno que las
personas hagan honor a sus apellidos, pero hay apellidos a los que, en modo
alguno, se puede ser fiel, salvo arrastrar por el suelo a quien los ostenta.
Porque, una persona "sin honor, perversa, despreciable", que
es el significado con el que la Real Academia de la Lengua define el adjetivo "rufián",
en su primera acepción, o bien, en la segunda, el "hombre dedicado al
tráfico de la prostitución", no debería jamás representar a nadie, en
el caso de ser consecuente con su conducta a tal apellido, salvo que los
representados sean de la misma condición, especie o calidad.
Luis Madrigal Tascón
(Alférez
de Complemento de Infantería)
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