martes, 5 de febrero de 2008

UN VIEJO ARTÍCULO

"HISTORICISMO" NO, HISTORICIDAD


Hay mil maneras de hacer la Historia, pero sólo hay dos de escribirla. Una, la clásica, consiste en narrar el pasa­do "tal y como ha sucedido", según postulaba la escuela historicista alemana de Leopold Ranke. Es lo que los historiadores franceses han llamado la historia évenemen­tielle, o historia de los acontecimien­tos, aunque mejor sería decir de "los protagonistas", de quie­nes hacen posible y real lo que acontece. Sobre estas figuras singulares concentran todos los focos los historiadores que así se produ­cen al historiar. La otra -más moderna- sin apagarlos, los dispersa en muy diversas direcciones, barriendo de luz el "escenario". Es esta última una historia sin protagonis­tas, sin reyes, sin batallas ni vida cortesa­na. Es la histo­ria de los que no han entrado en la Historia, sino acaso tan sólo la han sufrido. De la demo­gra­fía, las estructuras socia­les y económicas, las relaciones de produc­ción y la lucha de clases. Y también de las costum­bres, la cultura, la mentalidad y hasta la actitud frente a la vida y frente a la muerte. De ello sería expresión máxima la escuela positivista francesa de Auguste Comte, el padre de la Sociología, más que de la Historia. El historiador tiene que elegir entre estos dos modos de histo­riar, pero tampoco está obligado a optar necesariamente por ninguno de ellos, porque, en definitiva, el panorama actual, según parece ser, está presi­dido por la aspi­ración de construir lo que se ha llamado la historia total.

He de admitir, no obstante, que en los últimos tiempos están de moda las historias de las estructuras, que pugnan por prevalecer sobre las de los acontecimientos. Pero no conocía yo, no había leído hasta hace no mucho, la "Intro­ducción" a la "Crónica Contemporánea de León", editada en 1991, en 25 fascí­cu­los, por el diario "La Crónica 16 de León". Quizá, constituye un trabajo necesario, pese a resultar más bien lo contrario de lo que el prólogo hace presagiar. Por ello, precisamente, y por partida doble, no deja de sorpren­derme dicha "Introducción", que según creo es lo único que sobra. La firman -manco­mu­nada y solidariamente- dos supongo histo­riado­res, y parece ser que además leoneses: Secundino Serrano y Wenceslao Alvarez Oblan­ca. El mensaje es ácido y demoledor para quienes, sin ser historiadores, ni mucho menos erudi­tos, pretendemos ver, precisamente en lo que ellos llaman "la cacharre­ría histo­ricista", la raíz misma de cada pueblo, por razón de su propio origen como tal. No solo su razón vital de existir -que simplemente es una cuestión óntica- sino fundam­en­talmen­te su razón esencial de ser, que es una cues­tión ontológica. Claro que esto, no es Histo­ria, sino metafí­sica. Sin embargo, parece que ya no puede ser así. No es en nuestra historia primigenia donde los leoneses podamos hallar el "alma de León", como con emoción provinciana a veces canta­mos. Porque ocurre, según Serrano y Alvarez Oblanca, que "el erudi­tismo local, in­merso en reyes y en bata­llitas, toda­vía no se ha enterado de que este positivismo de lo ana­crónico está en franca rece­sión...". Y ello es así, a su vez, debido a que "el aparato concep­tual de la historia ha evolucionado por otros derroteros más coherentes y, en lo posible, cientí­fi­cos".

Ya. Los “intro­ductores" a la crónica contemporánea de León, se revisten de la solemnidad de la Ciencia, del rigor del método y de coherente vanguardismo. Quie­ren escribir la historia de nues­tro "pasado recien­te", y sobre todo del hom­bre de la ca­lle -el "hombre común" de Vicens Vives- inmerso en las realidades socio-económicas, los ges­tos, la alimenta­ción, la vida coti­diana. León, también tiene una histo­ria importante a partir de 1230, y no sólo antes. Esta última, por ser la primera y la más gloriosa, resulta ya anacrónica y debe ser archiva­da por real decreto del "aparato concep­tual" y científico. Absolu­tamente borrada de la memoria. A lo sumo, puede servir para que los "pri­sioneros" y los "fun­cionarios" de la histo­ria continúen idea­lizando al héroe protegido por los dioses, utilizando los tópicos de costumbre, e incluso recurriendo a "héroes de pacotilla" que alejan al pueblo de sus verdaderas raíces. Y no es de extrañar que, desde tan moderna posición cientí­fica, nuestros dos historiadores se muestren absoluta­mente indife­rentes, ante el dato -cierto y admitido por ellos mismos- de que, desde 1230, la hegemonía castellana haya producido "una especie de parón en el reloj de la histo­ria leonesa". Y tampoco parece inquietarles mucho, que "el discurso anticaste­llano haya sido reforzado por la reciente problemá­tica autonomista". Por lo visto, eso a ellos les da igual y, ambas circunstancias, no deben tampoco importarle un bledo al "leo­nés común", al de "la calle", según parecen dar a entender, aunque, si hemos de ser justos, no es exactamente esto lo que quieren decir. Lo que sobremanera les preocupa es, ante todo, la Historia, la disciplina científica que profesan y, en tal sentido, denuncian la utilización de falsos argumentos -de "cacharre­ría historicista"- porque, a su jui­cio, "la problemática autonómica reciente nada tiene que ver con presupuestos históri­cos, sino con crite­rios polí­ticos". En esto, estoy absolutamente de acuerdo. En lo que ya no lo estoy, del mismo modo radical, es en que, para ser fieles a la evolución, a los nuevos métodos y descubrimien­tos epistemológicos, al "aparato" y a Vicens Vives, se proponga a los leoneses que se olviden de Alfonso IX y de las Cortes de León (las primerísimas del universo mundo, en 1118, noventa y seis años antes que las Catalanas y noventa y siete que la Carta Magna inglesa)), concen­trando toda su atención en los hábitos gastronómi­cos de los habitantes de Laciana, en el siglo XIX, o primeros del XX. Ahí, según se nos propone, es donde podemos encon­trar los leoneses, no solo nuestras señas de identidad "sin provincianismos bara­tos", sino hasta nuestras propias raíces, sin que ninguna minoría erudita pueda escamotear al leonés común su condi­ción de verdadero sujeto de la histo­ria.

Sólo soy un humilde juris­ta, y no puedo competir -"en corral ajeno"- con historiadores, cualquiera fuese su clase y condición. Pero -hecha la oportuna transmutación- los postulados que así se propugnan para la Historia, me recuerdan a los que el viejo Ihering propuso en su día para el Derecho, cuando abandonó la pandectística, que tan brillantemente cultivó de joven, dejando al margen las más puras fuentes roma­nas para abrazar la concepción sociológica, que él llamó de "la jurispru­dencia de inte­reses", como contrapuesta a la "jurisprudencia de conceptos", pero de la que, pese a haber revolucionado la cultura jurídica europea, dijo Wieacker no saber adonde podía conducir. Prefiero la fide­lidad a la Historia de Savigny, que concibió el Derecho, precisamente "como un producto histó­ri­co", que se va elaboran­do de modo similar al del lengua­je, desde el origen mismo de cada pueblo. Por ello, si bien es cierto que la historia de León -aunque "con el reloj parado"- prosigue después de 1230, también lo es que no comienza en el siglo XIX. Y por ello, como simple leonés común, estoy convencido sin duda alguna de que, por el camino que se propone, las "raí­ces" de los leone­ses -se busquen antes o después- sólo podrán encontrarse "fuera de León". Unicamen­te siguen allí -fuera- las de quienes, por ser "emigrantes", estamos en otro lado. Nosotros sí, paradójicamen­te, seguimos "arraigados". Los que no pueden estarlo, pese a pisar cada día el suelo de León, son los que no se han ido, porque esas "raíces" -con su cepellón- han sido transplantadas al más anodino y reseco lugar de la Paramera. Al menos, podrían haberlas llevado a Ávila, que siempre ha sido verdaderamente castellana, o a Burgos, nada menos que“Caput Castella”.

Y lo que no nos dicen, Serrano y Alvarez Oblanca, pese a parecer leoneses, y quizá porque lo suyo sólo es la Historia, es “cómo” -defenestrados nues­tros "héroes de pacotilla" y despojados de todo provincianis­mo- podemos los leoneses ser simplemente lo que somos, para que, cuanto antes, dejen de llamarnos de una vez "castellano-leoneses" y para poder disponer de nuestro propio destino. Si el discurso "anti-castellano" ha de convertirse simplemente en "pro-leo­nés", al margen de reyes y "batallitas", deberían decirnos en dónde pueden encon­trarse las armas, y cuáles pueden ser éstas, para librar -nunca es tarde- esa definitiva gran batalla. Porque, de seguir igual las cosas, importa un pimiento en qué, donde y cuándo podamos encontrar nuestras "señas de identidad". Y, por el contrario, para que aquéllas cambien, tanto valen Alfonso IX como Felipe Sierra Pambley, el Arzobispo Lorenzana, las tru­chas del Orbigo o la egregia figura de don Gumersindo de Azcárate... ¡Naturalmente que ello no es debido a presu­puestos históri­cos, sino políti­cos!... ¡Claro que sí! Pero preci­samente por ello, a la sinrazón y despotismo de la arbitra­riedad política, cabe oponer, entre otras, la razón de la Historia. De toda ella, y cuanto más arcáica mejor, porque lo arcáico no es necesariamente "anacró­nico" -confunden ustedes los conceptos- sino signo y testimonio vivo de identidad, que perdura a través del tiem­po. Como el "augustum augurium", en Roma, que cada año simbolizaba la fundación de la Ciudad y que, sustan­tivando el adjetivo, supuso la adopción de su cogno­mem por Octavio César Augusto, casi ocho siglos más tarde, sin incu­rrir por ello en ningún anacronismo.

Y si no es ningún anacronismo, mucho menos aún es “his­toricismo", ni como concepción del mundo ni como metodología de análisis, sino historicidad, lo cual es muy diferente. Tanto, que esto último escapa a la mirada y ámbito de la propia Historia, porque el concepto de historicidad se concreta ontológicamente en el de "ser histórico", y este carácter forma parte de la esencia de todo ser -especialmente del ser humano- no sólo individual­, sino también colectivamente. No le pregunten acerca de esto a Vicens Vives, pregúntense­lo a Dilthey y, sobre todo, a Heidegger. Y -¡por favor!- lo que en modo alguno puede ser, es "positivis­mo". Los introductores a la Crónica de León, deberían repasar sus "apuntes de clase", o ponerse de acuerdo con los demás "funcionarios" de su misma escuela científica, que tampoco es la única, ni únicos “los derroteros". El positivismo es justamente el suyo, que pretenden (aunque, contradictoriamente, después hagan casi todo lo opuesto) escribir "una historia sin nombres de personas e inclu­so sin nombres de pueblos", como propuso el Sr. Comte, fundador de la teoría. Para ello, hubo de tomar la corriente más deformante del idealismo alemán (Fichte y Schelling), aderezada con unas gotas de materialismo histórico (Marx y Engels) y olvidarse, con grave error, de quien ocupa lugar aparte dentro de la más pura esencia idealista, Hegel. Él dijo que esa "abstracción" con la que se pre­tende borrar del mapa de la Historia a Alfonso IX de León, como mero representante de “las mino­rías", no puede ser tal, sino, a lo sumo, "generaliza­ción" del proceso histórico real, porque, cada época, en lo que tiene de irrepe­tible, constituye un momento necesario en el desarrollo histórico de una comuni­dad. Sólo faltaba que Pidal, Lévy-Provenzal, Pérez de Urbel o Gómez-Moreno, y hasta el mismísimo Teodoro Mommsen, fuesen "funcionarios". ¿Y ustedes, qué son?. Les deseo, en todo caso -pese a parecerme muy poco probable- que puedan ingresar algún día en ese "anacrónico" cuerpo, aunque fuera en las últimas plazas del escalafón. Pero, ¿qué es eso de que no se puede recordar y ensalzar a Alfonso IX, por anacrónico?... ¡Viva Ordoño II! Luis Madrigal.-

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