¿VIVA LA
REPÚBLICA?
Quizá
aún, a algunos o a muchos españoles, pueda sucederles lo mismo, o algo muy
parecido a lo que le ocurría a aquel muñeco radiofónico de José María Tarrasa,
“Maginet Pelacañas”, que conocía perfectamente
la música pero no sabía la letra, y necesitaba una orquesta para cantar la
tabla de multiplicar, la del número 7, a partir precisamente de este mismo número,
según creo recordar. La palabra “República”
genera temblores, silbidos de balas y sabor a metralla. Esto es la “música”,
una música estremecedora, pero no es la letra, el contendido de la res pública. En las organizaciones, o
más bien meras situaciones, en las que el poder político se ejerce sin un
título de legitimidad, no puede hablarse propiamente de un Estado, o todo lo
más de un Estado dictatorial y despótico, en el que se quebranta y pisotea la
libertad, que es el bien ontológico más sagrado del ser humano. Para evitar tal
oprobio, las formas de legitimación del poder en un Estado de Derecho, pueden
ser dos. La Monarquía, en la que la legitimación del poder se produce mediante
la sucesión dinástica, dentro de una
determinada familia, y la República, en la que tal mecanismo se opera mediante
la elección directa por parte de los
ciudadanos. Estas dos notas son, respectivamente, lo que esencialmente
caracterizan a una y otra formas políticas, que un Estado de aquel carácter
puede adoptar. Y ciertamente, las dos veces que España ha intentado regirse por
dicha última forma, han resultado dos sonoros fracasos. La última de ellas, más
que sonoro, dado que el estruendo de los cañonazos y de los obuses de aviación
es uno de los ruidos más molestos, sobre todo cuando son sangrientos y dejan
tras de sí -aún ni se sabe con exactitud
cuántos- centenares de miles de muertos.
Y no desearía yo para España, ni para ninguno de mis compatriotas, semejante
canallesca barbarie.
Sin
embargo, también creo debe recordarse que, si bien todas las grandes naciones -Roma,
por ejemplo- comienzan teniendo una constitución monárquica, un Rex, la gran nación latina, cuna de la
cultura y la civilización occidental, no llegó a tener sino hasta siete y, contando con que Rómulo, el primero de ellos, se hunde en la leyenda de Alba Longa, desde Anco Marcio a Tarquino el Soberbio, se quedan en seis. Después
surje la República, con esas simbólicas siglas, que aún permanecen en muchos
rincones de la Ciudad eterna, S.P.Q.R.
El Senado y el Pueblo de Roma. La mayor parte de las naciones, según me parece,
terminan adoptando constituciones republicanas, sin privilegios de ninguna
familia para asumir la Jefatura del Estado. Ciertamente no se podrá decir que
Inglaterra, el Benelux o las tres naciones nórdicas, Dinamarca, Noruega y
Suecia, sean países poco cultos o desarrollados políticamente, y sin embargo sus
Estados nacionales revisten forma de Monarquía, a diferencia de la contigua y
adyacente Finlandia, que es una República. Pero, en aquéllos casos, bien
pudiera decirse que se trata de “repúblicas
coronadas”. Muy en general, y sin contradicción, también podría decirse que,
a la forma republicana del Estado, tan sólo pueden aspirar las naciones
especialmente cultas y desde luego económicamente prósperas, y cierto es
también que España aparentemente ha avanzado, aunque a veces cause la impresión
de hallarse todavía en las más bajas cotas culturales y no digamos, en este
momento, económicas.
Así,
pues, ¿resulta ya más conveniente, más justo, mejor, para España, seguir
manteniendo su forma monárquica del Estado, o tal vez ha llegado el momento, en
un breve futuro, de proclamar la III República Española? En general, y en
abstracto, ambas formas, la monárquica y la republicana, poseen ventajas e
inconvenientes. El punto fuerte y más ventajoso de las Monarquías es el de que
el Rey no pertenece, ni puede pertenecer, a ninguno de los partidos políticos
que se disputan las funciones de Gobierno y Administración, y en teoría esto es
una muy saludable ventaja. Pero, ¿alguien puede imaginarse -es un mero ejemplo, como tantos otros que se
podrían proponer- a don Alfonso Guerra,
o a este jovencito melenudo, tramontano y montaraz, del mismo nombre de aquel
linotipista de El Ferrol, ejerciendo las funciones de Presidente de la
República? ¡Dios nos libre!
Por ello
estoy persuadido, no obstante, de que un día llegará en el que esta función, la
de Presidente de la República, pueda recaer en persona, popularmente elegida,
pero no entre los miembros de ningún partido político, y menos aún entre ningún
personajillo de tres al cuarto, más o menos indocumentado o hasta analfabeto,
de cuya especie y condición los hay, por ejemplo en el PSOE, con toda
seguridad, a patadas. Y muy probablemente también en cualquier otro partido
político. Un Presidente de la República, elegido por un pueblo culto, informado
y sensible, entre verdaderas personalidades, asimismo de la ciencia, de la
cultura o del arte, sería una forma perfecta, y no sería ya una “república
coronada”, sino una república culta, moderna, justa, eficaz y digna de ser
querida. Esto que, inevitablemente, se nos viene encima, por mucho que mejore
lo anterior, ni ha sido querido expresamente por el pueblo -en el referéndum para aprobar la
Constitución Española de 1978, no se dispuso una pregunta específica, al margen
del resto del contenido del Texto constitucional, acerca de la forma del
Estado- ni menos aún, en este caso,
puede revestir el menor tinte monárquico un heredero de la Corona que no
contrae matrimonio con una princesa real de otra Casa reinante. Si el que pudo
ser Alfonso XIV, un jurista más que aceptable, no llegó a serlo porque (además
de la canallada de casarlo con una nieta del Dictador), su padre, el hijo mayor
de Alfonso XIII, había contraído “matrimonio
morganático”, qué podría decirse del contraído por el que hoy se ha
postulado como el futuro Felipe VI. Puestos a elegir, dudo si no quedarme con
aquella señorita noruega que hacía publicidad de lencería.
En
cualquier caso, en estos cruciales y arriesgados momentos, España necesita un
Rey. Un Rey de todos, que pueda exhibir e invocar la tradición histórica, tanto
por traer causa de Isabel I de Castilla, como de aquel Fernando de Antequera,
libremente elegido en 1412 para ser Fernando I de Aragón y, por ende, de
Cataluña. Un Rey que, además de haber sido Príncipe de Asturias, también lo
haya sido de Gerona.
Pero
mucho me temo -es un decir, ya que su opinión
no es nada relevante- que a los
españoles, muy en general, les suceda al respecto lo que ya decía al principio
sucedió a aquel Maginet Pelacañas.
Vean, vean lo que pasaba entonces en el video que sigue.
Luis
Madrigal
En la imagen de arriba,
el escudo de los Reyes Católicos
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