LOS NUEVOS EREMITAS
Decía Ortega, profundamente decepcionado por las más de cinco mil páginas de Augusto Compte, las no menos de dos mil quinientas de Spencer -aunque con la excepción, y aun ella sumamente parcial de Durkheim- que lo que se ha dado en llamar "Sociología", no era una ciencia sino una pseudociencia y finalmente que, entre las trescientas cincuenta páginas de Bergson -en la que él llamaba obra de título "hidraúlico"- sobre las dos fuentes de la moralidad y la religión, ni en una sóla de aquellas conseguía decir su autor sobre qué especulaba. Y que, por ello, la ineptitud de la sociología, llenando las cabezas de ideas confusas, había llegado a convertirse en una de las plagas de nuestro tiempo. ¡Qué no hubiese dicho el maestro de la "Politología" y de los politólogos, de haberse sabido en su tiempo que éstos llegarían a existir!
En el pensamiento orteguiano, ello sucede porque son muy pocos los hombres -él dijo los pueblos, pero tengo la impresión de que es lo mismo- que gozan de la tranquilidad necesaria para recogerse en la reflexión. Casi todo el mundo está exclusivamente alterado, esto es, vive continuamente tan sólo en relación con los otros y nunca consigo mismo, de tal forma que pierde su atributo más esencial, el de la posibilidad de meditar, de buscarse dentro de sí, de ensimismarse, de saber de verdad qué es lo que cree, lo que de verdad desea y lo que de verdad detesta. Porque la alteración, le obnubila, le ciega y obliga a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo.
Eso es lo que -verdaderamente también- es el hombre de nuestros días. Un sonámbulo, que camina por la vida con las manos por delante, en una inmensa noche, para no tropezar con la primera esquina y romperse la cabeza en mil pedazos. Pero ese sonambulismo le lleva a precipicios mucho más peligrosos, hasta cavar la tumba de su propia degradación ontológica original. Ya casi no es un hombre. Se ha convertido en un individuo de otra especie. Más que evolucionar, está involucionando hacia los más oscuros ámbitos pasados de su propio ser.
Este nuevo sujeto humanoide, que anda -espiritualmente- dando saltos por las calles, mientras vocifera, golpeando su pecho y urgándose las axilas con sus pulgares, ha llegado a tal estado y situación no como consecuencia del evolucionismo de Darwin, sino, en sentido contrario, por causa de haberse olvidado y de haber abandonado por completo la vieja actitud y régimen vital de los ya antiquísimos eremitas. ¡Los eremitas -los santos, por sabios, ermitaños- se extinguieron como los dinosaurios! Quedan en pie, no faltaba más, los monasterios contemplativos, pero esto no es suficiente, porque, en medio de la selva de asfalto y cemento, va resultando cada día más necesario que esos ámbitos monásticos -en una sagrada modalidad quirúrgica de operación cesárea- se extraigan de su propio seno para ser dulce y suavemente depositados sobre las calles y plazas de nuestras ciudades, brutalmente materialistas y paganas, fruto, más que de la ceguera existencial, de la simple estupidez colectiva y gregaria.
Gracias a Dios, que parece no estar nunca -y algunos dicen que no existe- pero que jamás abandona a los hombres, hoy mismo, ahora mismo, en este mismo momento en que las masas irredentas "celebran" esa falsa Navidad, que nunca existió hasta hace relativamente muy poco tiempo, florece en silencio y en paz un nuevo eremitismo. Comienzan a caminar nuevos eremitas, peregrinos de sí mismos, como aquel "Peregrino ruso", tan anónimo como su propia historia y como el que la relató, que caminaba nutriéndose de duros mendrugos, en busca de la paz, pero bebiendo el agua pura de las fuentes de la Filocalia, la mística y accesis de la Iglesia Oriental; del hesicasmo, en busca de la paz interior en la quietud, la soledad y el silencio; de la patrística oriental, los textos compilados por Orígenes de nuestros hermanos en la fe de Cristo Jesús, San Basilio Magno y San Gregorio Nacianzeno: "Jesús mío, ten misericordia de mí", clamaba sin cesar aquel hombre, de nombre desconocido, acompasando su respiración a la emisión de estas palabras.
Y así, o más o menos del mismo modo, viven hoy algunas personas -no sé si son pocas o tal vez muchas- que ya no se cobijan en cuevas, ni se cubren con harapos. Que se duchan todos los días, y hasta tienen calefacción en el crudo invierno, o aire acondicionado en el sofocante verano. Que subsisten y hacen frente a sus más perentorias necesidades, en general, con alguna humilde pensión o con modestos recursos. Que salen con más o menos frecuencia a la calle y hablan con los demás. Que están más o menos al corriente de lo que pasa en el mundo. Pero que no viven en el mundo, sino dentro de ellos mismos. Que no ambicionan nada. Ni cosas ni, mucho menos aún, dominar o esclavizar a nadie, sino tender la mano a todos y depositar, en todas partes, el aroma del amor.
Esto no quiere decir que los nuevos eremitas, como los viejos templarios, dejen de ser -si así se quiere expresar- mitad monjes, mitad soldados, prestos en todo momento a la lucha contra las ordas canallas y miserables; contra el imperio del mal, la mentira y crueldad del populismo marxista-leninista; la corrupción intelectual y moral de las masas, siempre en rebelión constante contra las egregias minorías que han de fermentarlas; contra los canallas que, para ganar dinero, alimentan y pervierten a esas mismas masas con el cultivo de la ignorancia, el analfabestismo, la banalidad y las malas maneras, deliberada y reciprocamente propuestas y aceptadas como bandera de modernidad. De la podredumbre y la basura expelida y expandida por la Televisión y el llamado periodismo rosa, o el tan burdo e insubstancial "deportivo" de la Radio. Y por tantos y tantos etcéteras como hoy asolan y lentamente asfixian y destruyen la sociedad, de la que los llamados sociólogos -como en los tiempos de Ortega- ni dicen nada ni saben nada. Tan sólo hacen encuestas.
Feliz Navidad verdadera a todos, incluso a los que la celebran sin invitar al Cumpleaños del que los cumple. Pero eso sí, tengamos todos en cuenta que el Hijo de David sólo vendrá cuando no tengamos dinero en nuestros bolsillos.
Luis Madrigal
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